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Índole escatológica de la Iglesia Peregrinante

Índole escatológica de la Iglesia Peregrinante

Vamos a meditar a partir del capítulo VII de la constitución dogmática Lumen Gentium. Su título es ya significativo: «Índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial». Es un capítulo rico en contenido y consecuencias espirituales y pastorales. Con el término «índole» se expresa, como dice el diccionario de la Real Academia Española, «la naturaleza, calidad y condición de las cosas». Aplicado a la persona significa «la condición e inclinación natural propia de cada persona».

La escatología pertenece al ser y dinámica de la Iglesia, esto es, a su ontología y hacer en la historia, a su verdadero «carácter», identidad, presencia y acción en medio del mundo. Ahora bien, y es necesario notarlo desde el inicio, el sentido teológico del término escatología desborda el sentido dado por la Real Academia de la Lengua española. Para la fe apostólica, la escatología significa que han llegado la plenitud de los tiempos. San Pablo escribía a la comunidad de los Gálatas…

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Peregrinos de la fe

1. PEREGRINOS EN LA DIÁSPORA

Se me ha sugerido que los retiros de este curso giren en torno a la preparación del jubileo anunciado por el Papa Francisco para el año 2025. El lema propuesto por él reza así: Peregrinos de la esperanza. Es necesario e importante, según dice el Papa, restablecer un clima de esperanza y confianza en la sociedad y la Iglesia, tras los años de la pandemia y la situación tensa del mundo. Es capital afrontar los retos de nuestro mundo y, en él, de la Iglesia, con esperanza gozosa, con la seguridad y certeza que el Señor camina con nosotros.

La carta del Papa a Monseñor Rino Fisichella, encargándole la preparación del jubileo, precisa la finalidad y sentido del mismo. He aquí unos párrafos más significativos. El Papa, después de evocar la situación del mundo después de la pandemia, que tanto ha afectado a la sociedad y a la acción apostólica de la Iglesia, escribe:

Debemos mantener encendida la llama de la esperanza que nos ha sido dada, y hacer todo lo posible para que cada uno recupere la fuerza y la certeza de mirar al futuro con mente abierta, corazón confiado y amplitud de miras. El próximo Jubileo puede ayudar mucho a restablecer un clima de esperanza y confianza, como signo de un nuevo renacimiento que todos percibimos como urgente. Por esa razón elegí el lema Peregrinos de la Esperanza. Todo esto será posible si somos capaces de recuperar el sentido de la fraternidad universal, si no cerramos los ojos ante la tragedia de la pobreza galopante que impide a millones de hombres, mujeres, jóvenes y niños vivir de manera humanamente digna. Pienso especialmente en los numerosos refugiados que se ven obligados a abandonar sus tierras. Ojalá que las voces de los pobres sean escuchadas en este tiempo de preparación al Jubileo que, según el mandato bíblico, devuelve a cada uno el acceso a los frutos de la tierra: «podrán comer todo lo que la tierra produzca durante su descanso, tú, tu esclavo, tu esclava y tu jornalero, así como el huésped que resida contigo; y también el ganado y los animales que estén en la tierra, podrán comer todos sus productos» (Lv 25,6-7).

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2. LA ESPERANZA DEL PEREGRINO BÍBLICO

En la meditación precedente contemplamos, a la luz de la Palabra de Dios, nuestra condición de peregrinos. Hoy centramos nuestra reflexión en «la esperanza» que dinamiza, sostiene y alegra la marcha del peregrino de la fe en medio de las vicisitudes de la existencia terrena. En el camino hay momentos de calma y serenidad, pero tampoco faltan momentos dramáticos.

Ante situaciones cruciales, sean estas personales o colectivas, el refranero dice: «la esperanza es lo último que se pierde». Según el mito griego, la esperanza es lo único que nos queda para luchar contra la fatalidad del mal (la caja de Pandora). Ante la dificultad, otros ven la esperanza en esto términos : «Las personas procuran aferrarse al deseo que esperan ver cumplido».

En cualquier caso la esperanza se presenta como algo bueno. Aparece como la capacidad del ser humano de sobreponerse al derrotismo y pesimismo ante las dificultades y contratiempos inevitables de la historia humana. Es un no rotundo a los profetas de calamidades. La esperanza aporta serenidad y optimismo en la existencia. En sí es saludable. Pero la esperanza del peregrino bíblico va más allá de la dimensión sicológica, sociológica y filosófica, que late detrás de estas formas de pensar la esperanza.

El peregrino bíblico, como otro cualquier pueblo y persona, está animado por deseos, expectativas y esperanzas, que le movilizan hacia un futuro incierto e incontrolable. A veces se cumple lo deseado y a veces se desencadenan serias frustraciones. Los deseos, expectativas y esperanzas, por otra parte, pueden movilizar a fines edificantes o destructores. Las palabras que el Señor proclamó  en la montaña, se cerraban con este mandato: «No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni desearás la casa del prójimo, su campo, su esclavo, su esclava, su buey o su asno, ni nada que sea de tu prójimo». (Dt 5, 21)

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3. LA LITURGIA DEL PUEBLO PEREGRINO

En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero (cf. Ap 21, 2; Col 3, 1; Heb 8, 2); cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejercito celestial; venerando la memoria de los santos esperamos tener parte con ellos y gozar de su compañía; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él (Fl 3, 20; Col 3, 4). (SC 8)

La liturgia terrena, bien vivida, proclama nuestra condición de peregrinos, al tiempo que nos da fuerza para andar el camino con gozosa esperanza. La asamblea de los creyentes está de camino hacia «la santa ciudad de Jerusalén». Dicho con otras palabras: peregrina hacia su esperanza, que es Cristo sentado a la diestra de Dios y ministro del santuario y del tabernáculo verdadero. El texto del Concilio reenvía a unos textos bíblicos que merecen ser leídos y meditados.

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4. LA DIVINA REVELACIÓN FUNDA LA ESPERANZA DEL PEREGRINO

El Papa Francisco, además de establecer el lema del jubileo del 2025, sugiere, como hacemos en los retiros de este curso, reflexionar en torno a las cuatro Constituciones del Concilio Vaticano II: sobre la divina revelación, la Iglesia, la liturgia y la Iglesia en el mundo actual. En 2025 se cumplen sesenta años de la clausura del Concilio. El jubileo es un buen momento para hacer memoria de cómo vivimos y tratamos de poner en práctica las riquezas del Concilio, que tanta esperanza suscitaron. Hoy queremos ahondar en nuestra condición de peregrinos de la esperanza a la luz de la «Constitución Dogmática sobre la divina revelación», «Dei Verbum».

La constitución cita las palabras de la carta a los romanos, que acabo de leer. Lo hace en el número catorce al hablar de «la historia de la salvación».

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5. EL MISTERIO DE LA IGLESIA PEREGRINA

Antes de comulgar con el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado, el sacerdote ora en nombre de la comunidad congregada: «Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: “La paz os dejo, mi paz os doy”, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos». Siempre me ha llamado la atención esta oración. En ella se evoca el misterio de la Iglesia peregrina, desgarrada por nuestros pecados, pero firme en la fe apostólica, agraciada con el don del Espíritu, así como con la paz mesiánica y la unidad, fruto de la Pascua del Verbo encarnado.

La fe apostólica, conviene notarlo desde el principio, verdadero y real don del Padre, es el cimiento sobre el que se edifica la Iglesia de todos los tiempos. San Agustín lo captó muy bien y nosotros estamos llamados a meditarlo, para mejor comprender la fuente y raíz de la esperanza que anima el camino de un auténtico peregrinar sinodal. El santo de Hipona comenta de forma inteligente y profunda la respuesta del apóstol Pedro a la pregunta de Jesús: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» : «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

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6. LA IGLESIA PEREGRINANTE, SU VOCACIÓN EN LA HISTORIA

La Iglesia es el pueblo mesiánico, el pueblo de la nueva y eterna alianza, convocado por Dios en la plenitud de los tiempos. El concilio Vaticano II recuerda esta verdad en estos términos:

Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia (cf. 2Esd 13,1; Nm 20,4; Dt 23,1 ss), así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne (cf. Hb 13,14), también es designado como Iglesia de Cristo (cf. Mt 16,18), porque fue El quien la adquirió con su sangre (cf. Hch 20,28), la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso. (LG 9)

La cabeza de este pueblo mesiánico es Cristo. «La condición de este pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo». Su ley es la del mandamiento nuevo. Amarse mutuamente con el amor mismo de Cristo, revelado en el lavatorio de los pies, en la Pascua. El fin de este pueblo en el mundo es «dilatar más y más el reino de Dios» hasta el final de los tiempos, sirviendo así la esperanza de la misma creación.

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7. LA COMUNIDAD CRISTIANA AL SERVICIO DEL HOMBRE

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del genero humano y de su historia. (GS 1)

La Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, del Concilio Vaticano II, comienza con este proemio maravilloso. Todo lo humano ha de encontrar eco en el corazón de los discípulos de Cristo Jesús, pues el Padre envió al Verbo en la carne, para darnos a conocer su amor por el mundo, que estamos llamados a vivir y actualizar (cf. GS 45).

Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. (Jn 3, 16-17)

La comunidad cristiana está integrada por hombres y mujeres que peregrinan en Cristo hacia el Padre. Peregrinación que debe llevar a cabo en profunda solidaridad con el la humanidad entera. El Concilio insiste cómo la Iglesia en su peregrinar debe anunciar a todos la buena nueva del Evangelio. La encarnación redentora hace presente el reinado de Dios frente a los poderes del mal. La evangelización es cuestión de justicia y amor. Jesús resucitado nos sigue enviando al mundo para hacer discípulos de todos los pueblos de la tierra. Y esto debe llevarlo a cabo la comunidad cristiana bajo la acción del Espíritu de la verdad y libertad. No es lo mismo hacer prosélitos de una religión y discípulos de Jesucristo. Hoy existen muchos grupos que confunden evangelización con captar prosélitos. Y esto se nota en cómo para ciertas personas las prácticas religiosas adquieren un carácter absoluto, así como en la formación de grupos replegados sobre ellos mismos.

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Eucaristía

COMUNIÓN Y SERVICIO MUTUO A LA LUZ DE LA CENA DEL SEÑOR

En este retiro, os propongo meditar y orar sobe cómo la Eucaristía, en la doble tradición de la cena del Señor, esto es, la cultual y la existencial, la institución y el lavatorio de los pies, puede y debe configurar desde dentro la vida fraterna de nuestros IS, tanto si se vive en comunidad como si cada uno de sus miembros vive en su familia o solo. Nuestro testimonio de personas consagradas a Dios en la secularidad, tanto a nivel personal como de comunidad carismática, depende, en gran medida de la calidad de nuestra vida fraterna en el mundo y la servicio del reino de Dios en la historia de nuestro mundo.

Para enmarcar nuestra reflexión conviene tener presente desde el inicio qué debe entenderse por comunión y por servicio mutuo.

La comunión, ateniéndose a la doble etimología del latín, como bien señalase Y. Congar, es común unión y también común tarea. Una unión, por tanto, en orden a la misión y no solo para buscar un hogar cálido y afectivo para mi realización, aun cuando esta sea de tipo espiritual. Vocación y misión están intrínsecamente unidos. Comunión y misión no pueden disociarse. Nuestras «fraternidades» deben pensarse y vivirse en el horizonte de la misión. Los Apóstoles fueron llamados para estar con Cristo y para ser enviados a predicar y liberar a los hombres del Maligno. En la Iglesia apostólica, todo carisma se inscribe en la perspectiva de la misión. Cuando esto no se tiene muy claro, nuestras comunidades carismáticas tienden a convertirse en grupos un tanto endógenos, sin la necesaria proyección hacia el mundo en la Iglesia misterio de comunión y misión. Entonces la sacramentalidad de la Iglesia y de las comunidades carismáticas se diluye.

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EL REENCUENTRO CON JESÚS EN LA FRACCIÓN DEL PAN

En los evangelios las comidas de Jesús ocupan un lugar considerable, pues se inscriben en el dinamismo de la misión de Jesús, enviado a buscar y salvar lo que estaba perdido. Por ello las comidas del Nazareno con los excluidos por la religión oficial de su tiempo tenían especial relevancia. Jesús se sentó a la mesa con los publicanos, como en el caso de Leví (Mc 2, 14-17) o de Zaqueo (Lc 19, 1-10), para mostrar que el don de la salvación había llegado para todos sin excepción.

Las comidas, a las que me estoy refiriendo, tenían un carácter público y eran la expresión de una cierta fraternidad. Jesús al comer con los excluidos por la religión oficial, se situaba fuera de lo correcto religiosamente, hasta el punto que fue descalificado como un comedor y borrachín. Era amigo y confraternizó con los excluidos. ¡Un verdadero escándalo!

En la parábola del Hijo pródigo, el Padre celebra un banquete para festejar el regreso del hijo muerto y perdido; y ante la negativa del hijo mayor a participar en la fiesta, salió a buscarlo y le suplicó que tomase parte en la fiesta, para festejar la vuelta de su hermano (Lc 15, 11-31). Las comidas de Jesús están, por tanto, marcadas por la alegría de la llegada de la salvación. Y esto sucede también en el banquete dado por Simón, el fariseo (Lc 7, 36-50). Jesús reenvió a la pecadora con esta palabra: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.» Las comidas de Jesús son como celebraciones anticipadas del banquete del reino de Dios, que Jesús proclamaba en su predicación, tal como lo sintetizó san Marcos: «Después de que Juan fue entregado, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios; decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». (Mc 1, 14-15) Por ello estas comidas festivas celebran el encuentro con el Salvador, la llegada de la salvación.

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EL SACERDOCIO DE JESUCRISTO Y DE SU CUERPO, QUE ES LA IGLESIA

La Eucaristía, de acuerdo con lo que afirma la Constitución conciliar sobre la acción litúrgica, es obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia. En efecto, por el bautismo los creyentes somos incorporados a Cristo como miembros de su Cuerpo. Con él morimos y resucitamos, para ofrecer un culto agradable a Dios, para ser pan partido en Cristo, nuestra Cabeza, para la vida del mundo. Somos un pueblo sacerdotal, profético y real.

Incorporados al dinamismo de la ofrenda de Jesucristo en su Pascua, esto es, en su condición de único Mediador de la nueva y eterna alianza, estamos llamados a significar y cultivar la mediación en un mundo secular, con el fin que todas las personas y pueblos lleguen a ser una ofrenda grata a Dios. San Pablo veía su ministerio de la palabra como un verdadero oficio sagrado, esto es, como su verdadero culto, consistente en llevar a los gentiles a la obediencia de la fe. Escuchemos un texto esclarecedor para comprender la perspectiva de su ministerio en un mundo pagano, como es el mundo secular, pues también éste está plagado de «dioses» y «practicas religiosas», aunque adopten en apariencia una forma intramundana.

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LA EUCARISTÍA, EL SACRAMENTO DE LA COMUNIÓN

La celebración de la Eucaristía nos introduce de lleno en el horizonte mismo de la vida de la Trinidad santa, misterio de comunión y misión. La comunidad eclesial no es una simple institución religiosa, obra de los hombres o dependiente de su voluntad. La Iglesia es obra de la Trinidad y por ello llamada a ser su icono en el mundo. Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, sigue edificándola a través de dones, carismas y ministerios, distribuidos según su sabiduría y soberana libertad. Todo carisma es dado para edificar la Iglesia como misterio de comunión y misión. Cada miembro recibe dones y ministerios para edificar la Iglesia que Dios se adquirió con su propia sangre.

En estas reflexiones me detendré en cómo el carisma de los Institutos seculares puede y debe nutrirse de la Eucaristía, a fin de contribuir a reflejar el misterio de comunión que es la Iglesia en el mundo y para el mundo.

San Pablo escribía a la comunidad turbulenta y dividida de Corinto:

Así pues, queridos, huid de la idolatría. Os hablo como a personas sensatas; juzgad vosotros lo que digo. El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan.» (1Cor 10, 14-17)

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EUCARISTÍA SACRAMENTO DE LA ESPERANZA

La Eucaristía se ha presentado más como el sacramento de la fe, del amor y de la comunión; mucho menos como ‘el sacramento de la esperanza’. Y sin embargo, la Eucaristía está vuelta en todo momento hacia la llegada del Señor. La comunidad eucarística no cesa de clamar: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven, Señor Jesús».

La asamblea eucarística, en efecto, animada por el Espíritu, no deja de orar: ¡Ven, Señor Jesús! En este grito de la comunidad, resuena la esperanza de los creyentes en medio de la prueba. Así lo atestigua el Apocalipsis, el cual se cierra con estas significativas palabras: «Yo, Jesús, he enviado a mi ángel para que os haga presente todo esto en las distintas iglesias. Yo soy la raíz y el vástago de David, la estrella radiante de la mañana. El Espíritu y la Esposa dicen: ‘¡Ven!’. Diga también el que escucha: ‘¡Ven!’; y si alguien tiene sed, venga y beba de balde, si quiere, del agua de la vida… Dice el que atestigua todo esto: Sí, estoy a punto de llegar. ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia de Jesús, el Señor, esté con todos.» (Ap 22, 16-21) El libro del Apocalipsis es una llamada a la esperanza y perseverancia de la comunidad en la noche y la persecución. ¿Somos conscientes de ello? ¿No se corre el riesgo de reducir la celebración de la Eucaristía a una devoción o a un acto piadoso, cuando no a una obligación?

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EUCARISTÍA Y MISIÓN EN LA SECULARIDAD

INTRODUCCIÓN 

El que ha encontrado de verdad a Jesús, como vemos en los relatos evangélicos, lo dan a conocer a cuantos lo rodean. La samaritana deja el cántaro y sale corriendo a anunciar a los suyos que había encontrado a un hombre que podía ser el Mesías; y condujo al pueblo hasta Jesús. El tullido fue curado por Jesús y éste desapareció. Cuando lo encuentra en el templo y lo reconoce, aquel hombre se fue a decirle a la autoridad quien lo había curado. Los enfermos curados, a pesar de haber recibido la orden de no decir nada, lo daban a conocer hasta el punto que ya no podía entrar en las ciudades y se quedaba fuera. Y lo mismo hicieron los primeros discípulos. Andrés busca a su hermano y le dice: hemos encontrado al Mesías; y llevó a Pedro a presencia de Jesús. María Magdalena fue enviada por el Resucitado al encuentro de los hermanos, para comunicarles la buena noticia de que vivía el Crucificado. La misión brota de la experiencia del encuentro con el Viviente. Es anuncio de la Buena Noticia del Reino de Dios y lleva al encuentro con él en persona.

Si en la Eucaristía encontramos realmente a Cristo, el Viviente, y entramos en su amistad y amor, no podemos guardarlo para nosotros. Pablo no se avergonzaba del Evangelio y no se acobardaba ante los sufrimientos por dar a conocer a quien lo amó y se entregó por él. Muy diferente es la actitud de quien no ve en Jesús más que un modelo ético del pasado o un simple maestro de sabiduría. El Evangelio queda postergado a un segundo lugar, pues se da prioridad a la cultura ambiente, a la mentalidad, hasta el punto que la religión tiende a la privatización o a quedar reducida a un simple impulso para la acción y el compromiso personales. La misión se diluye cuando uno busca una religión del confort religioso.

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LA CONSAGRACIÓN EN LA SECULARIDAD A LA LUZ DE LA EUCARISTÍA

Los pioneros de los Institutos Seculares mantuvieron un duro combate dentro de la Iglesia, para que se reconociera la originalidad carismática de los mismos, esto es, para que se acogiese el don del Espíritu, a fin que el Evangelio del reino de Dios resonase de forma nueva y original en el mundo.

En aquellos momentos, la consagración y vivencia de los consejos evangélicos, según una tradición con minúscula, parecía ser, a los ojos de la mayor parte del pueblo de Dios, patrimonio en exclusiva de la vida religiosa vivida en comunidad. Con el reconocimiento jurídico de los IS las cosas se calmaron, pero una buena parte del pueblo de Dios cuando oye hablar de consagración sigue pensando de forma espontanea en la vida religiosa. Y, por otra parte, conviene reconocerlo algunos IS nacieron y se organizaron un poco al estilo de algunas congregaciones religiosas.

Por ello creo importante seguir haciendo especial hincapié en la secularidad consagrada, para que los portadores de este carisma lo vivamos con alegría al servicio de la misión de la Iglesia en el mundo. No lo olvidemos: el Espíritu suscita los carismas para el bien común del pueblo de Dios, llamado a significar y actualizar el amor de Dios al mundo, en su condición de «sacramento universal de salvación», para los humanidad, para contribuir al diálogo de la salvación con el mundo secular (cf. GS 45).

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Secularidad consagrada

Jesús, el consagrado

Introducción

A lo largo de este curso dedicaremos los retiros, como se me ha pedido, a meditar y orar sobre la secularidad consagrada o, si se prefiere, la consagración secular. Es evidente que no abundaré en explicaciones de tipo doctrinal y jurídico sobre la identidad del carisma de los Institutos Seculares en la Iglesia y en el mundo. Para ello hay libros y otros espacios de formación permanente.

La finalidad de estos retiros no es otra que la de interrogarnos cómo estamos acogiendo y cultivando el carisma propio de los IS con el que hemos sido agraciados por el Señor, en la Iglesia y al servicio del mundo. Y esto debemos hacerlo desde el realismo de lo que somos y de la situación en que cada uno nos encontramos. La gracia de Dios se manifiesta perfecta en nuestra debilidad, si realmente nos abrimos a su amor gracioso y gratuito.

Tomar conciencia, en efecto, del don de Dios nos lleva a vivir la existencia concreta en la bendición y acción de gracias, en la adoración y la escucha, en el discernimiento y la acción creativa, a ser auténticos signos e instrumentos del designio de Dios en la historia.

Hoy estamos llamados a vivir con esperanza y alegría el don de Dios, «conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.» (Ef 1, 7-10) No perdamos nunca de vista la perspectiva que nos ofrecen estos versículos de la carta a los Efesios.

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LA IGLESIA, PUEBLO CONSAGRADO Y ENVIADO AL MUNDO

La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo» (Misal Romano, Gloria in excelsis. Cf. Lc 1, 35; Mc, 1, 24; Lc 4, 34; Jn 6, 69 (ho hagios tou Theou); Hch 3, 14; 4, 27 y 30; Hb 7, 26; 1Jn, 2, 20; Ap 3, 7), amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25-26), la unió a Sí como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por ello, en la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4, 3; cf. Ef 1, 4). Esta santidad de la Iglesia se manifiesta y sin cesar debe manifestarse en los frutos de gracia que el Espíritu produce en los fieles. Se expresa multiformemente en cada uno de los que, con edificación de los demás, se acercan a la perfección de la caridad en su propio género de vida; de manera singular aparece en la práctica de los comúnmente llamados consejos evangélicos. Esta práctica de los consejos, que, por impulso del Espíritu Santo, muchos cristianos han abrazado tanto en privado como en una condición o estado aceptado por la Iglesia, proporciona al mundo y debe proporcionarle un espléndido testimonio y ejemplo de esa santidad. (LG 39)

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La consagración sacerdotal

«LA CONSAGRACIÓN SACERDOTAL»
Antonio Bravo

«Que cada uno, con el don que ha recibido, se ponga al servicio de los demás, como buenos administradores de la gracia de Dios» (1P 4, 10)

Estas palabras de la primera carta de Pedro nos invitan y urgen a redescubrir el don que hemos recibido, para administrarlo al servicio de los demás, para ser «piedras vivas» en la edificación del templo santo de Dios. Y esto es verdad, tanto para cada uno de nosotros, como para la comunidad eclesial y nuestros institutos. El Espíritu Santo suscita carismas en la Iglesia, para que esta lleve adelante la misión que le ha sido confiada.

Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la Iglesia. Los dones extraordinarios no deben pedirse temerariamente ni hay que esperar de ellos con presunción los frutos del trabajo apostólico. Y, además, el juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno (cf. 1Tes 5,12 y 19-21). (LG 12)

En esta meditación quiero invitaros a que toméis conciencia, personalmente y como comunidad del don que Dios os ha regalado, a fin de contribuir a la vocación y misión de la Iglesia en el mundo.

Descargar Retiro: «LA CONSAGRACIÓN SACERDOTAL»

 

LA SECULARIDAD CONSAGRADA O LA CONSAGRACIÓN SECULAR

Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: esta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis las profecías. Examinadlo todo; quedaos con lo bueno. Guardaos de toda clase de mal. Que el mismo Dios de la paz os santifique totalmente (os consagre íntegros), y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, se mantenga sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os llama es fiel, y él lo realizará. (1Tes 5, 16, 24)

La alegría, esperanza y acción de gracias son características esenciales de «los santos», de los consagrados. En medio de las pruebas y dificultades inherentes a la existencia, el cristiano tiene la misión de ser signo, testigo y servidor de la presencia salvadora de Dios, que nos creó y salvó para la comunión y el diálogo de amor con él.

El Santo de Dios, en efecto, nació del seno virginal de María, entró en el mundo, en una carne semejante a la nuestra, para conducirnos a la comunión con el Padre. Jesús no vino la mundo para vivir en el desierto, sino entre los hombres, como hermano entre los hermanos (cf. Hb 2, 10-13). «Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado». (GS 22) Dios envió a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de liberarnos del pecado y santificarnos mediante el don del Espíritu Santo. (cf. Gal 4, 4-7)

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Secularidad consagrada y comunidad fraterna

 

 

«SECULARIDAD CONSAGRADA Y COMUNIDAD FRATERNA»
Antonio Bravo


La comunidad fraterna, puesto que brota de la alianza de Dios con su pueblo, es una dimensión esencial del ser cristiano. La Iglesia es «Fraternidad» con mayúscula. La primera carta de Pedro enseña: «Como personas libres, es decir, no usando la libertad como tapadera para el mal, sino como siervos de Dios, mostrad estima hacia todos, amad a la comunidad fraternal, (en griego, TÈN ADELPHOTETA; latín, FRATERNITATEM, HERMANDAD), temed a Dios…» (1P 2, 16-17). La Iglesia es Fraternidad; no basta con mantener una actitud fraterna. Necesitamos ahondar qué implica afirmar: «la Iglesia es Fraternidad», comunidad fraternal.

La vida en común es una dimensión constitutiva de las órdenes y congregaciones religiosas. Quieren expresar así el ideal de la primitiva comunidad apostólica, que tenía todo en común. Ahora bien, la vida en común no es una dimensión constitutiva del carisma de los IS; sí lo es la vivencia de la comunidad fraterna de acuerdo con la dinámica propia de la secularidad consagrada. Es importante ahondar en ello. Los IS están llamados a cultivar el don del que son portadores como comunidad fraterna en favor de la Iglesia y del mundo. El cultivo de la vocación personal y la fidelidad al don de Dios pasa inexorablemente por el cultivo de una profunda y sencilla vida de comunidad, más allá de si es vida en común o no. Para bien comprender esta afirmación, baste releer en el silencio estos textos paulinos entre otros muchos:

Así, pues, yo, el prisionero por el Señor, os ruego que andéis como pide la vocación a la que habéis sido convocados. Sed siempre humildes y amables, sed comprensivos, sobrellevaos mutuamente con amor, esforzándoos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos. A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida del don de Cristo. (Ef 4, 1-7).

Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. (Flp 2, 1-5)

 

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El seguimiento de Jesús casto

«EL SEGUIMIENTO DE JESÚS CASTO»
Antonio Bravo

El misterio de la encarnación desborda todo lo que la razón puede comprender e imaginar. Pero el misterio nos ha sido revelado. Por ello siempre podemos avanzar en su inteligencia, si nos dejamos enseñar y guiar por el maestro interior, esto es, por el Espíritu de la verdad y santidad. La fe apostólica no ha cesado de ahondar en esta afirmación: «Y el Verbo se hizo carne», «se hizo pobre», «se hizo obediente». Fue enviado en una carne semejante a la del pecado (Rom 8, 3). Hecho de mujer, hecho bajo la ley (cf. Gal 4, 4s). Hombre entre los hombres, hermano entre los hermanos. Pero sin dejar de ser en ningún momento el Hijo eterno. En la encarnación el Hijo sigue siendo el Hijo engendrado por el Padre en la eternidad. Hay que tener muy presente al hablar del misterio inabarcable de la encarnación, que la fe apostólica cuando habla de Dios, explícita o implícitamente, habla siempre del Dios uno y trino, comunión de personas. En la encarnación, el Hijo permanece siempre el Hijo. Y aquí tenemos la clave importante para comprender que él asumiera «la forma de la vida virginal al entrar en el mundo».

Engendrado por el Padre en la eternidad, la filiación caracteriza para siempre al Verbo encarnado. Y esta filiación implica una relación única con el Padre en el Espíritu Santo. Él es eternamente engendrado como Hijo. Él se recibe eternamente del Padre y eternamente se da al Padre en el Espíritu de comunión. Pues bien, aquí radica, según creo, la fuente de la forma de vida virginal de Jesús, que podemos vislumbrar y contemplar, a través de algunos pasajes de los evangelios. Me limito a evocarlos, pues desmenuzarlos un poco requeriría horas y horas; y mayor competencia que la mía.

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El seguimiento de Jesús obediente en los Institutos Seculares

 

«EL SEGUIMIENTO DE JESÚS OBEDIENTE EN LOS INSTITUTOS SECULARES»
Antonio Bravo

La llamada universal a la santidad, a la perfección del amor, postula de todo creyente seguir a Jesús en su obediencia filial y radical. La finalidad del ministerio apostólico, como escribía Pablo a la comunidad de Roma, no es otro que conducir al ser humano a la obediencia de la fe. «Por él (Jesucristo) hemos recibido la gracia del apostolado, para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles, para gloria de su nombre». (Rom 1, 5) La obediencia de Cristo es fecunda: donde abundó el pecado sobreabundó la gracia y el perdón (cf. Rom 5, 18-21). Acoger el don de la salvación en la fe comporta entrar en comunión con la misma obediencia de Cristo, que inicia y consuma la fe. Por la obediencia se convirtió en causa de salvación para cuantos lo obedecen.

Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec. (Hb 5, 7-10)

Los creyentes olvidamos e ignoramos, con demasiada frecuencia, esta verdad de la fe apostólica. Jesucristo se convierte en autor de salvación para los que le obedecen. La palabra del anciano Simeón, inspirada por el Espíritu, sigue vigente: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones». (Lc 2, 34-35) El Hijo fue enviado en la carne, para darle a esta la posibilidad de obedecer; en modo alguno, para dispensarla de la obediencia. Dios respeta la libertad, pero exige responsabilidad. Cristo nos ha liberado para la libertad del amor, para realizar la verdad en el amor. El que realiza la verdad va a la luz. La verdad nos hace libres en la medida que la acogemos y la practicamos.

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El seguimiento de Jesús pobre en la secularidad consagrada

«EL SEGUIMIENTO DE JESÚS POBRE EN LA SECULARIDAD CONSAGRADA»
Antonio Bravo

La llamada universal a la santidad comporta el seguimiento de Jesús pobre y humilde. Y esto es verdad para todo discípulo de Jesús. Cada persona e Instituto lo lleva a cabo de acuerdo con la gracia, vocación, misión y carisma con que Dios enriquece a la Iglesia santa.

Lo más importante de todo: tomar conciencia de encontrarnos ante una gracia. Una gracia se puede pedir y hay que tener el coraje de pedirla. Una gracia, por otra parte, se debe cultivar; también se puede pedir para los demás; pero por ser gracia nadie puede ser juez de los demás ni puede precisarse de forma leguleya. Si nos comparamos con los otros o los juzgamos, es signo de que vivimos desde la ley y no desde la gracia. Dejamos, en ese preciso momento, de seguir a Jesús pobre, enviado en pobreza para salvar y no para juzgar o condenar.

No confundamos la pobreza evangélica con la austeridad. Uno puede ser muy austero y no ser pobre. Es importante conocer bien la dinámica de la pobreza vivida por Jesús, a fin de seguirlo con alegría, personal y comunitariamente, de acuerdo con el carisma de los IS.

Quien pide el don del seguimiento de Jesús pobre debe estar preparado para vivir grandes sorpresas, pues una es la pobreza elegida y otra la pobreza que nos viene como impuesta desde fuera. El olvido de este punto lleva a ciertas personas a la depresión y a vivir con cierta amargura la pobreza, que viene de la vida. ¡Pidamos con insistencia la gracia de seguir a Jesús pobre, humilde y sufriente, en su condición de siervo. ¡Siervas!

 

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Virtudes teologales y cardinales

LA FE, PRINCIPIO Y FUNDAMENTO DE UNA EXISTENCIA PLENAMENTE HUMANA

He pensado dar comienzo a estas meditaciones por la virtud infusa de la fe. Ella constituye, según opino, el principio y fundamento de una existencia plenamente humana y cristiana, de la vocación divina del ser humano. San Ignacio de Antioquía afirmó:

«Nada de todo eso os está oculto, si vosotros, por Jesucristo, tenéis a la perfección la fe y la caridad, que son el principio y el fin de la vida: «el principio es la fe, y el fin la caridad» (cf. 1Tim 5). Las dos reunidas, son Dios, y todo lo demás que conduce a la santidad no hace más que seguirlas. 2. Nadie, si profesa la fe, peca; nadie, si posee la caridad, aborrece. «Se conoce el árbol por sus frutos» (Mt 12, 33): así aquellos que hacen profesión de ser de Cristo se reconocerán por sus obras. Porque ahora la obra demandada no es la mera profesión de fe, sino el mantenernos hasta el fin en la fuerza de la fe. (Carta a los Efesios, XIV)

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LA FE, PRINCIPIO Y FUNDAMENTO DE UNA EXISTENCIA APOSTÓLICA

En el momento de pasar de este mundo al Padre, en la intimidad del cenáculo, Jesús oró, como relatan los evangelistas, por la fe de Pedro y por la unidad de los discípulos que habían creído en él como enviado por el Padre.

Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo.
 Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos». Él le dijo: «Señor, contigo estoy dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte». Pero él le dijo: «Te digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado conocerme». (Lc 22, 31-34)

Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese. He manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. (Jn 17, 5-8)

Notemos que Jesús no ora para evitar que Pedro sea tentado, sino para que su fe no se apague; y luego, una vez vuelto, confirmase «a sus hermanos en la fe». Lo que caracteriza a los discípulos es la fe en Jesús como enviado por Dios. En su diatriba con los judíos, Jesús denunció como pecado la incredulidad de sus oyentes.

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LA VIRTUD DE LA CARIDAD

Si la fe es el inicio de la vida del cristiano, el amor es el culmen de la existencia del hombre nuevo creado en Cristo Jesús. La misión del Hijo, enviado en una carne semejante a la del pecado (cf. Rom 8, 3), tiene su fuente en la filantropía divina (cf. Tit 3, 4-7; Jn 3, 16), en «el amor fontal» del Padre (AG 2). La Pascua del Hijo culmina con el don del Espíritu, que derrama el amor divino, el agapé, la caridad, en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5), a fin de hacernos partícipes de la misma vida divina, de su « naturaleza divina» (2P 1, 4).

Pablo, refiere así su experiencia personal: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí». (Gal 2, 19-20) «La fe actúa por amor». (5, 6) Y en otro lugar afirma: «Porque nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todo murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos». (2Cor 5, 14-15)

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«CONVOCADOS A LA ESPERANZA»

En esta meditación sobre «la virtud infusa de la esperanza», como sucede con la fe y el amor, tengamos presente cómo se enraíza en el ser de la persona humana. Ésta, creyente o no, vive vuelta hacia un futuro mejor. Anhela ser feliz, realizarse plenamente en el devenir de la historia. El ser humano crea sus utopías y trata de alcanzarla, basado en sus fuerzas y capacidades. El hombre está de camino hacia su futuro, aun cuando sueñe con el pasado.

«La virtud infusa de la esperanza» convoca a las personas y comunidades hacia «un futuro absoluto», más allá de las esperanzas, expectativas y utopías soñadas por los humanos. La esperanza cristiana trasciende la temporalidad y el espacio; y este futuro absoluto se ha realizado ya en Cristo Jesús, resucitado de entre los muertos como primicias de los que mueren. El apóstol Pablo lo afirma en estos términos:

Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados; de modo que incluso los que murieron en Cristo han perecido. Si hemos puesto nuestra esperanza en Cristo solo en esta vida, somos los más desgraciados de toda la humanidad.

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LA VIRTUD DE LA PRUDENCIA

Tras las meditaciones sobre las virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, vamos a meditar sobre las llamadas virtudes cardinales. Hoy os propongo hacerlo sobre la virtud de la prudencia. Empezaré por un breve introducción, para recordar cómo el pueblo de Dios, en su diálogo con el mundo, da y recibe ayuda. Así lo enseña el Concilio Vaticano II:

La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad. Todo el bien que el Pueblo de Dios puede dar a la familia humana al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es «sacramento universal de salvación», que manifiesta y al mismo tiempo realiza el misterio del amor de Dios al hombre. (GS 45)

«Dotado de inteligencia y de libertad, el hombre es responsable de su crecimiento, lo mismo que de su salvación. Ayudado, y a veces es trabado, por los que lo educan y lo rodean, cada uno permanece siempre, sean los que sean los influjos que sobre él se ejercen, el artífice principal de su éxito o de su fracaso: por sólo el esfuerzo de su inteligencia y de su voluntad, cada hombre puede crecer en humanidad, valer más, ser más…» (PP 15) El ser humano fue creado bueno y capaz de realizar el bien. Después del pecado, su libertad quedó debilitada, pero no anulada. Como criatura de Dios, el ser humano es «capaz de Dios» y, por tanto, de la virtud. El Concilio Vaticano II enseña: debemos creer que el Espíritu, por caminos que escapan a nuestro control, conduce a todo hombre hacia la Pascua del Señor. (cf. GS 22) San Pablo exhortaba a sus comunidades: “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8).

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LA VIRTUD DE LA JUSTICIA

«La caridad es el alma de la justicia»

Todos los días, en el oficio de la laudes, la Iglesia alaba a Dios con el cántico del Benedictus por el don de la salvación. Zacarías, el padre de Juan Bautista, proclamó «lleno del Espíritu Santo»:

«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo; suscitándonos una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo, según lo había predicho desde antiguo por boca de sus santos profetas. Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos
que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días.
(Lc 1, 67-79)

Y concluye el canto inspirado por el Espíritu Santo con esta Buena Nueva: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».

Salvación, liberación santidad, justicia, paz, he aquí palabras claves, que, consciente y, a veces rutinariamente, animan nuestra alabanza matinal. Palabras que, en una sociedad del bienestar, un tanto angustiada por la pandemia, la violencia de las armas, la injusticia y la iniquidad de unos y otros, nos estimulan a ser justos y a discernir cómo trabajamos «en santidad y justicia», para avanzar por el camino de la paz, para contribuir a un mundo en paz. «Si quieres la paz trabaja por la justicia». (Pablo VI. Mensaje para la celebración de la V jornada de la paz, 1 de enero de 1972)

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LA VIRTUD DE LA FORTALEZA

Los filósofos han hablado de la virtud cardinal o moral de la fortaleza como la fuerza de ánimo para buscar el bien con constancia, resistir las tentaciones y superar los obstáculos que encontramos en el camino. Incluye valor y determinación para avanzar con realismo y arriesgar con prudencia en situaciones difíciles. Es la fuerza que capacita para entregar la vida por una causa justa, así como para superar el desaliento y la desesperanza.

La virtud de la fortaleza, como lo atestigua la historia de la filosofía y de las religiones,  reclama en todo momento una superación de la debilidad humana y, ante todo, del miedo ante el peligro y el sufrimiento.

Todo esto es hermoso y bueno. Y no obstante la palabra de Dios abre nuevas perspectivas con relación a la virtud de la fortaleza, que queremos ahondar en la meditación. Cierto, la Biblia habla y ensalza la fuerza, pero también anuncia la caída final de los fuertes y violentos, y el triunfo de los pequeños, débiles y pacíficos. La Biblia reenvía a la paradoja divina: Dios muestra su poder en la debilidad de sus siervos. El apóstol Pablo recordaba esto a una agitada comunidad que pretendía ser fuerte y significativa en la rica, culta y religiosa ciudad de Corinto, frente a las prestigiosas comunidades judías y paganas, Pablo recordaba a la irrelevante comunidad cristiana la paradoja de la cruz (volveré sobre ello)

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LA VIRTUD DE LA TEMPLANZA

Al comienzo de esta meditación sobre la virtud cardinal de la templanza, conviene recordar, una vez más, algunas afirmaciones conciliares: «El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». «La vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina». (GS 22). «La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva». (GS 19) «Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a él con total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina» (GS 18). En Cristo Jesús lo humano y lo divino son inseparables, él une el cielo y la tierra (cf. Jn 1, 51).

Los escritos apostólicos, por otra parte, y esto explica, en buena parte, que las Escrituras hablen en contadas ocasiones de la templanza, recalcan esta convicción: la vida cristiana debe entenderse, ante todo, como respuesta al don previo de la salvación de Dios en Cristo Jesús. La moral del creyente tiene su raíz en el amor de Cristo. «El amor de Cristo nos apremia». La ética del cristiano tiene su fundamento en la verdad: «Tanto amó Dios al mundo…» (Jn 3, 16) «Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo». (Jn 13, 1) «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». (Jn 15, 13) El Nuevo Testamento no niega la importancia de la moral, pero esta ha de basarse en la iniciativa divina. La salvación es don y no conquista. La fe apostólica afirma: Hemos sido recreados por Dios para las buenas obras (cf. Ef 2, 1-10). Las buenas obras son la consecuencia de la acción recreadora de Dios.

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San Juan – Yo soy

«YO SOY EL PAN DE LA VIDA»

Para los retiros de este año, me propongo presentar algunas de las afirmaciones de Jesús, tal como se nos presentan en el evangelio según san Juan: Yo soy el pan de la vida, yo soy la luz del mundo, yo soy la puerta, yo son el buen pastor, yo soy la resurrección y la vida, yo soy el camino y la verdad y la verdad, yo soy la vid verdadera.

Todas estas expresiones nos revelan algo de lo que es Jesús respecto a nosotros en su misión salvífica. Cada uno de ellas expresa una perspectiva distinta de lo que ha de ser nuestra relación con él y nuestra misión, en consecuencia, en el mundo de acuerdo con nuestra vocación propia. Si dejamos la expresión, «yo soy la resurrección y la vida», el predicado es una figura concreta y tiene por tanto un valor simbólico: el pan verdadero, la luz del mundo que ilumina a todo hombre, la puerta por la que hay que entrar y salir, el pastor bueno y mesiánico, el camino que conduce al Padre, la vid verdadera.

En este primer retiro propongo que nos centremos en la afirmación: «Yo soy el pan de la vida.» Para comprender el sentido simbólico, pero no por ello menos real, sino todo lo contrario, conviene recordar de entrada, que la expresión la encontramos en el capítulo VI de san Juan. Este capítulo evoca, sin duda alguna, y conviene tenerlo muy presente, cómo Israel, una vez liberado de la esclavitud de Egipto, fue alimentado en el desierto con el maná por Dios para que se encaminara hacia la tierra de la libertad.

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«YO SOY LA LUZ DEL MUNDO»

INTRODUCCIÓN

Al iniciar estas reflexiones es importante interrogarnos sobre cómo miramos el mundo. Los llamados «profetas de calamidades» no ven más que las sombras que invaden nuestra historia. Su mirada es superficial y moralizante, pues no ven más que la apariencia y la negatividad. Luego está la mirada de los «profetas soñadores», los cuales buscan hacerse aceptar por lo correcto cultural y políticamente. Su mirada es interesada y falaz, ya que tratan de congraciarse con el pueblo. Distinta es la mirada de los verdaderos «profetas de la esperanza». Denuncian con realismo las sombras y anuncian la esperanza, cuya fuente se halla en el Dios de la alianza. Ni son pesimistas, ni alagan al pueblo, a quien urgen a la conversión. Ellos ven la historia en la luz de la palabra de Dios; y así avanzan con confianza y realismo en medio de las luces y sombras que envuelven la historia de la humanidad.

Hoy para muchos la luz del Evangelio, que la Iglesia está llamada a irradiar en el mundo, aparece como oscurecida. Pero la luz existe, aun cuando los ciegos no la vean o pretendan negarla. Más todavía, hoy, como en otros momentos, no faltan quienes tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas. El profeta Isaías gritaba al pueblo elegido: «¡Ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!» (Is 5, 20) Pero un poco más adelante, estimulará la esperanza del pueblo con estas palabras: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra de sombras de muerte, y una luz les brilló» (9, 1) Por ello anunciaba: «Aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor, y los pobres se llenarán de júbilo en el Santo de Israel» (29, 18-19)

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«YO SOY EL BUEN PASTOR»

La figura del pastor atraviesa toda la Escritura Santo y ha servido, sobre todo en tiempos de la cristiandad, para modelar la existencia sacerdotal. Entiendo por ello que estamos, si no me equivoco, ante una dimensión importante, quizás pueda decirse constituyente, del carisma y espiritualidad de las «Siervas Seglares de Jesucristo Sacerdote».

En un mundo secular, plural y complejo como el nuestro, la Iglesia, que está saliendo del tiempo de la cristiandad, no puede dejar de ahondar en el sentido del pastor mesiánico, tal como se desprende de la historia de la salvación. Es una condición para que el pueblo sacerdotal, el ministerio sacerdotal y, por ello mismo, las Siervas Seglares de Jesucristo Sacerdote, cultivemos, en el Espíritu de la verdad y novedad, nuestra vocación y misión.

Es evidente que en una meditación, como la que voy a presentar, estoy obligado a ceñirme a unos breves puntos para animar vuestra oración y búsqueda de hoy y quizás de los días que vengan. Para abordar el tema en toda su amplitud se necesitarían muchas horas y personas más competentes que yo. Con sencillez, y como servicio, presentaré brevemente, en un primer momento, cómo Israel canta a Yahvé como su verdadero pastor. El salmista ve a Dios como su pastor y anfitrión, por ello proclama el salmista: «El Señor es mi pastor, nada me falta» (Sal 23 [22]) En un segundo momento, evocaré cómo Jesús es el cumplimiento de la promesa de Dios, pues se comprometió a darnos un pastor según su corazón (cf. Ex 34; Jer 3, 14-16). Luego trataré de sacar algunas conclusiones para cultivar el don de la vocación y misión que Dios nos ha regalado.

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«YO SOY LA PUERTA DE LAS OVEJAS»

La imagen o metáfora de la puerta se presenta en estrecha relación con la del Buen Pastor, que vimos en la meditación anterior. La afirmación «yo soy el buen pastor» ha tendido y tiende a acaparar la atención del lector de los evangelios. Y, no obstante, la metáfora de la puerta contiene, si reflexionamos atentamente, unas dimensiones existenciales de suma importancia, tanto para la vivencia de nuestra condición de discípulos y pastores, como para desplegar una auténtica acción pastoral, para participar en la misión mesiánica de Jesús, el buen pastor. Es lo que trataré de presentar en esta meditación.

Con la afirmación reiterada: «Yo soy la puerta», «Yo soy la puerta de la ovejas», Jesús se presenta, una vez más, como el revelador y salvador, al igual que en las otras afirmaciones: «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy el pan de la vida»… etc.. Con la metáfora de la puerta, que, a primera vista, puede resultar un tanto chocante, Jesús, con un gran radicalismo, nos está diciendo que sólo quien entra por él se salva y puede llegar a ser pastor de las ovejas de Dios. Este será el núcleo de nuestra meditación.

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«YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA»

Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedó en casa. Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?». Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». (Jn 11, 20-27)

Dios creó al hombre para la vida, la comunión y el diálogo; y no para la muerte. Dios, en efecto, según uno de los relatos bíblicos, modeló al hombre del polvo de la tierra y lo hizo un ser viviente al insuflar en él su aliento de vida. «Entonces el Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo e insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo» (Gen 2, 7). Esto quiere decir que Dios deposita en el hombre modelado del polvo, un principio de vida proveniente de él y diferente al resto de las criaturas.

Ahora bien, la experiencia cotidiana constata que los seres humanos nacen y mueren, guste o disguste al hombre moderno; y a pesar de sus esfuerzos por prolongar la vida. Pero cabe preguntarse de qué muerte hablamos. El Sabio dice que por envidia del diablo entró la muerte en el mundo.

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«YO SOY EL CAMINO Y LA VERDAD Y LA VIDA»

I.- EL CONTEXTO BÍBLICO DE LA AFIRMACIÓN DE JESÚS

Las cinco afirmaciones que hemos analizado: «Yo soy el pan de vida», «Yo soy la luz del mundo», «Yo soy el buen pastor», «Yo soy la puerta de las ovejas», «Yo soy la resurrección y la vida», se enmarcaban en la predicación y actividad de Jesús entre los judíos. Los discípulos habían participado simplemente como testigos y espectadores. Ahora el contexto es otro. La afirmación de Jesús tiene lugar en el marco de la intimidad, de la cena pascual con los suyos, con aquellos que habían creído en él, aun cuando fuera de manera imperfecta.

La primera parte del Evangelio según san Juan termina con el anuncio de la exaltación de Jesús a través de la cruz y, ante todo, con la afirmación de la incredulidad de sus oyentes. El evangelista constata la incredulidad, como cumplimiento de las Escrituras, y pone en labios de Jesús un grito en que denuncia la incredulidad y sus consecuencias.

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«YO SOY LA VID VERDADERA, Y MI PADRE ES EL LABRADOR…,VOSOTROS LOS SARMIENTOS»

I.- EL CONTEXTO BÍBLICO DE LA AFIRMACIÓN DE JESÚS

El evangelista Juan, como es sabido, retoma y transforma metáforas y símbolos del Antiguo Testamento. Para él, la historia de Dios con el pueblo de Israel es como una prefiguración de lo que será la realidad, en la plenitud de los tiempos, en el acontecimiento culminante de Jesús de Nazaret, el Mesías, el Hijo de Dios. Él es la Palabra que se hizo carne, Él es el cumplimiento de las promesas, pero con una novedad sorprendente e inimaginable. Por esta razón he creído oportuno iniciar nuestra meditación, contemplando y gustando algunos textos de la fe del pueblo de Israel, elegido por Dios para ser bendición de las naciones. Pero antes, quiero hacer una observación, a mi juicio, importante.

Jesús, en esta mañana, sigue diciéndonos a sus discípulos, como lo hiciera en la intimidad del cenáculo: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud.» (Jn 15, 11) Jesús, en la plenitud de los tiempos, vino al mundo para darnos «vida en abundancia», para comunicarnos «la verdad que libera», para hacernos participes de «su alegría filial». Pero nunca deberíamos olvidar que la alegría de Jesús es «la alegría pascual», como veremos más adelante.

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«TÚ LO DICES: SOY REY»

Natanael, el israelita sin dolo, fue al encuentro de Jesús con cierto escepticismo, pero nada más encontrarlo, hizo la siguiente confesión: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1, 49). Ante Pilato, el representante del poder de este mundo, Jesús se presenta como testigo de la verdad y, ante la pregunta del prefecto romano: «Entonces, ¿tú eres rey?», contesta con aplomo, sin vacilar: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad». Es la respuesta del reo.

El que el pueblo rechace a Jesús como el rey de los judíos y pida la liberación de Barrabás, la burla de los soldados, vistiendo coronando y saludando a Jesús como rey de los judíos, la petición de los jefes del pueblo reclamando su ejecución como blasfemo, al que Pilato declaraba inocente y, ante todo, el letrero de la sentencia justificativa de su muerte en cruz: «Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos», nos obligan a meditar hondamente en la verdad que encierra la afirmación de Jesús: «Tú lo dices: soy rey». Esta es la verdad que nos salva e interpela. Clavado en la cruz, el rey de los judíos, le dice al bandido arrepentido, que le suplicaba: «Jesús acuérdate de mí cuando llegues a tu reino», «en verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». (Lc 23, 39-43)

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Sacerdocio

San José, el hombre de los sueños

«SAN JOSÉ, EL HOMBRE DE LOS SUEÑOS»
Manuel María Bru

San José fue un hombre justo y fiel a la Ley de Dios. Aceptó la voluntad divina y tomó consigo a María como esposa. Cumplió su papel de padre y junto con María educó a Jesús. Es patrono de la Iglesia universal, y es después de María a quien debemos mayor veneración (Docat, 147).

1.- San José, perspectiva bíblica

2.- San José, el hombre de los sueños

3.- San José, modelo para dar la vuelta al dolor

4.- San José, el santo del silencio

5.- San José obrero

6.- San José, patrono de la Iglesia, intercesor de su comunión

7.- El gran atractivo de nuestro tiempo

 

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Resucitó

«RESUCITÓ»
Antonio Bravo

Cristo ha resucitado. Verdaderamente ha resucitado. Nuestra fe no es vana. La esperanza no defrauda. Somos amados y el Espíritu nos da amar con el mismo amor con que Jesús nos amó hasta el extremo.

En este domingo de resurrección, me gustaría atraer vuestra atención contemplativa y meditativa sobre la «oración colecta» y la lectura de los Hechos de los Apóstoles de la Eucaristía de este día. La Pascua es el acontecimiento del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Y la acción divina transforma la vida de los creyentes. No desarrollo mi meditación, sólo comparto la intuición. Contemplemos la coherencia de la obra divina de la salvación. Me limito a ofrecer algunos textos y no dudéis en buscar otros.

La oración

Oh Dios, que en este día, vencida la muerte, nos has abierto las puertas de la eternidad por medio de tu Unigénito, concede, a quienes celebramos la solemnidad de la resurrección del Señor, que, renovados por tu Espíritu, resucitemos a la luz de la vida.

 

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Jesucristo, Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe

«JESUCRISTO, SUMO SACERDOTE,
MISERICORDIOSO Y DIGNO DE FE»
(Hb 2, 17)
Francisco Pérez Sánchez

En el primer retiro de este Año Sacerdotal, basaremos nuestra oración en algunos textos fundamentales de la Epístola a los Hebreos:

 

Hb 2,17: Convenía que (Él) se hiciera semejante en todo a sus hermanos (los hombres), para que fuera misericordioso y Sumo Sacerdote digno de fe en lo que se refiere a Dios, en orden a expiar los pecados del pueblo.

Los dos rasgos que definen el Sacerdocio de Cristo son su cercanía total con Dios (acreditado en lo que se refiere a Dios) y a los hombres (en todo semejante, misericordioso). Ese sacerdocio se realiza en la expiación de los pecados del pueblo.

En nuestra oración:

1.- Contempla a Jesucristo, fiable, enviado por el Padre desde su mismo seno. En Él se nos hace presente todo el amor y la misericordia de Dios, su plan de salvación, su oferta de vida. Él es la fuente de todo bien para ti, para mí, y para todos.

2.- Contempla a Jesucristo misericordioso, capaz de compadecerse de verdad de nosotros porque con padece, sufre nuestros sufrimientos, habiéndose hecho en todo semejante a nosotros. ¡Menos en el pecado! Él comparte todo nuestro dolor, siendo el único ajeno a su causa, que es nuestro pecado. ¡Eso es misericordia que redime!

3.- Contempla al mundo y a ti mismo tan necesitados de expiación por los pecados, de una mano tendida que nos levante, nos ilumine, nos sane, nos regenere… Y da gracias a Cristo, misericordioso y digno de fe.

4.- Ofrécete a participar en el sacerdocio de Cristo, uniéndote de tal modo al Señor por la oración, la escucha de la Palabra, la vida sacramental, la vida de Gracia, que también tú seas digno de fe en lo referente a Dios, un icono transparente de su amor e instrumento dócil de su obra salvadora para los hombres. Para ello, sé misericordioso acercándote a los padecimientos del prójimo, haciéndolos tuyos, sin rechazar a nadie ni condenarlo, sino tendiendo la mano de Dios a todos desde una humilde y sincera solidaridad.

A) El Hijo de Dios, Sumo Sacerdote digno de fe y fiel al Padre

Hb 3,1-6: Por tanto, hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, considerad al apóstol y Sumo Sacerdote de nuestra fe, a Jesús, que es fiel al que le instituyó, como lo fue también Moisés en toda su casa. Pues ha sido juzgado digno de una gloria en tanto superior a la de Moisés, en cuanto la dignidad del constructor de la casa supera a la casa misma. Porque toda casa tiene su constructor; mas el constructor del universo es Dios. Ciertamente, Moisés fue fiel en toda su casa, como servidor, para atestiguar cuanto había de anunciarse, pero Cristo lo fue como Hijo, al frente de su propia casa, que somos nosotros, si es que mantenemos la entereza y la gozosa satisfacción de la esperanza.

En nuestra oración:

1.- Contempla a Cristo, Hijo de Dios, heredero de la casa de Dios que somos nosotros. Mírale como a tu Señor u Salvador y dialoga con Él.

2.- Contempla a Cristo fiel en su vida peregrina, en su acercamiento a todos, incluso a los despreciados, en su pobreza y desprendimiento, en la intensidad de sus noches de oración, en Getsemaní, en la pasión y cruz, en su intercesión permanente por su Iglesia y cómo continua su misión de ofrecer la salvación a todos, a través de ella.

3.- Contempla a los enviados de Dios y a ti mismo entre ellos, como Moisés para servir a la casa de Dios, como sacerdotes, apóstoles y profetas que atestiguan la Palabra de Dios a sus prójimos. Da gracias por el anuncio recibido y ofrécete a renovar su consagración a esta obra, a esta colaboración con el sacerdocio de Cristo.

B) El Hijo de Dios, Sumo Sacerdote misericordioso,
que se ha asemejado en todo a los hombres

Hb 4,15-5,10: No tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna. Porque todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados; y puede sentir compasión hacia los ignorantes y extraviados, por estar también él envuelto en flaqueza. Y a causa de esa misma flaqueza debe ofrecer por los pecados propios igual que por los del pueblo. Y nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios, lo mismo que Aarón. De igual modo, tampoco Cristo se apropió la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la recibió de quien le dijo: «Hijo mío eres tú: yo te he engendrado hoy». Como también dice en otro lugar: «Tú eres sacerdote para siempre, según el rito de Melquisedec». El cual (Cristo), habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios Sumo Sacerdote a semejanza de Melquisedec.

En nuestra oración:

1.- Contempla a Cristo semejante a nosotros, que no desprecia nada de lo humano, nada de ti. No rechaza a nadie, sino que, por amor al Padre, se acerca a todos: los niños, los pecadores, los enfermos y endemoniados, pero también a Herodes, a Pilato, a los fariseos, a la samaritana, a la cananea, al centurión, etc. Contempla como se acerca también a ti.

2.- Contempla a Cristo inocente, el único que no ha cometido pecado, porque es precisamente de eso de lo que viene a librarnos. Comprensivo con los pecadores, pero intransigente con el pecado. Porque hace daño, porque mata, y Él ha venido a que tengáis vida y la tengáis en abundancia.

3.- Contempla a Cristo obediente, aceptando el sufrimiento por fidelidad al Padre, ya que éste es el único camino para cumplir su plan, que es nuestra salvación. Mírale sufrir nuestros dolores para que en ningún dolor humano esté ausente la fecundidad del amor de Dios, para que en ninguna soledad esté ausente la cercanía del amor de Dios. Para salvarnos. A todos. A los que te rodean. A los que de mil modos sufren. Y también a ti.

4.- Contempla a Cristo en oración, que pide humildemente, como hijo, lo que desea y necesita, ser salvado de la muerte. Dios Padre ha escuchado su oración, aunque ¿quién lo diría viéndole en la cruz? Ha acogido su entrega (no mi voluntad sino la tuya) y ha cumplido su deseo de un modo nuevo y mucho más pleno, no frustrando nuestra redención sino llegando a la perfección de la entrega total, y después ¡resucitándolo de entre los muertos!

5.- Ofrécete al Señor, a colaborar en su obra a favor de la salvación de todos los hombres: con tu fidelidad y tu entrega obediente, asumiendo lo que les duele a los otros y haciéndolo tuyo para acercarles el amor de Dios, llevando una vida inocente y solidaria con los pecadores, una vida de intercesión y misericordia, orando por los sacerdotes y por los beneficiarios de la acción sacerdotal, los que sufren, los pecadores, todos los hombres.

Rasgos sacerdotales en el misterio de la Navidad

RASGOS SACERDOTALES EN EL MISTERIO
DE LA NAVIDAD
Francisco Pérez Sánchez

En este tercer retiro del Año Sacerdotal, tan cercano ya a la Navidad, nos fijaremos en los personajes centrales del Misterio, para contemplar en ellos rasgos centrales del sacerdocio cristiano.

A) JESÚS

Jn 1, 12-14. Presencia del Verbo de Dios encarnado en medio de los hombres. Oferta a todos de llegar a ser hijos de Dios creyendo en el nombre del Verbo encarnado.
Natividad de Lorenzo Costa
Pero a todos los que la recibieron [la Palabra] les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios.
Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Unigénito, lleno de gracia y de verdad.

Mt 1, 21-23. En Jesús “Dios está en medio de nosotros” “salvando al pueblo de los pecados”.

«[María] Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta:
Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel,
que traducido significa «Dios con nosotros».

Hb 1, 1-4. Jesús Palabra, mediador de la creación y heredero de ella (Hijo), icono del Padre, ha expiado los pecados y ahora se sienta a la derecha de Dios.

Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas. En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, llevada a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más excelente es el nombre que ha heredado.

Flp 2,5-11. El anonadamiento de Jesucristo, que adopta la condición de siervo en fidelidad al Padre, a favor de los hombres.

Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo:

El cual, siendo de condición divina,
no codició el ser igual a Dios
sino que se despojó de sí mismo
tomando condición de esclavo.

Asumiendo semejanza humana
y apareciendo en su porte como hombre,
se rebajó a sí mismo,
haciéndose obediente hasta la muerte
y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo Jesús es el SEÑOR
para gloria de Dios Padre.

Para nuestra oración:

– Contempla a Jesús recién nacido como el Dios anonadado y débil, que establece la comunión de los hombres con Dios por medio del acercamiento inaudito del santo a los pecadores. Mira a este pequeño como Icono del Creador y mediador y heredero de cuanto existe. Escucha su llanto infantil como la primera predicación de la Palabra encarnada. Contempla su cuerpo fajado en pañales, el mismo que, fajado en sudario, resucitará tras realizar el sacrificio, transmitiendo su vida íntima de Hijo, a los que creen en su nombre, y llegan a ser hijos en el Hijo. Contempla a los que vienen a adorarlo como los primeros beneficiarios de su obra santificadora, sacerdotal. Dialoga con Jesús.

B) MARÍA

Lc 1, 26-38: La que pone totalmente su vida a disposición del plan salvador de Dios, aunque esto
altere profundamente sus proyectos y perspectivas, aunque esto la ponga en las situaciones más comprometedoras.

Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a un virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y, entrando, le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se conturbó por estas palabras y se preguntaba qué significaba aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». María respondió al ángel: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios. Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y este es ya el sexto mes de la que se decía quera era estéril, porque no hay nada imposible para Dios». Dijo María: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel, dejándola, se fue.

Lc 2, 19: La que convive en estrecha intimidad con el Hijo de Dios y hace de su contemplación
el tesoro de su corazón y el objeto de su vida interior, de su constante profundización.

María, por su parte, guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón.

Lc 2, 35 y Jn 19, 26: La que acepta ser traspasada con el Hijo y por el Hijo.

Lc 2, 35. «…-¡y a ti misma [María] una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones»
Jn 19, 26. Jesus, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».

Ap 12, 4b-5.10: La que derrota al dragón con el fruto de su vida, con su fecundidad. El fruto de su vida entregada a Dios, su hijo, trae la salvación a los hombres, el Reinado de Dios.

El Dragón se detuvo delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su Hijo en cuanto lo diera a luz. La Mujer dio a luz un Hijo varón, el que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro; y su hijo fue arrebatado hasta Dios y hasta su trono.
Oí entonces una fuerte voz que decía en el cielo: «Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios y la potestad de su Cristo, porque ha sido arrojado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba día y noche delante de nuestro Dios».

Para nuestra oración:

– Contempla en María los rasgos sacerdotales que realizará su Hijo. La apertura total y fiel a Dios, la puesta a su servicio de la vida entera sin importar los costes, la identificación con Jesús a través de la escucha y constante meditación de lo que de Él va contemplando, hasta llegar a unirse con Él en su sacrificio, traspasada al pie de la cruz. Contémplala como la que ha dado vida al que nos da la Vida, entregando la suya propia a esta misión mediadora, como madre. María no es sacerdote, pero es la Madre del sacerdote, la que hace posible al sacerdote. Contempla en ella los rasgos que harán de Él el salvador de los hombres. Dialoga con María.

C) JOSÉ

Mt 1, 16: A través de José se enraíza el sacerdote Jesús en el pueblo de Dios.

… y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo.

Mt 1, 19-25: José confía en la Palabra de Dios más allá de lo que puede comprender por sí mismo. Es el hombre de la escucha, el silencio y la acción. Realiza al instante y con toda exactitud lo que Dios le pide en cada momento. Se suele decir que aparece poco, pero no es cierto, aparece 14 veces en el Nuevo Testamento. Nunca habla: escucha y cumple. Es el hombre fiel, que renuncia a una paternidad biológica y a una vida marital normal, porque se consagra totalmente al servicio del Hijo y de su Madre. Son rasgos muy importantes para el sacerdote.

Su marido José, que era justo, pero no quería infamarla, resolvió repudiarla en privado.
Así lo tenía planeado, cuando el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados». Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta:
Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel,
que traducido significa «Dios con nosotros». Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer.
Y no la conocía hasta que ella dio a luz un hijo, y le puso por nombre Jesús.

Para nuestra oración:

– Contempla a José como el que, tras María, está más cerca de Jesús, le contempla más de cerca, mejor le conoce y mejor le sirve, más le ayuda. Dialoga con José, que te cuente como vivió, por ejemplo, aquel episodio del Templo (Lc 2,40). Aprende de él el servicio amante y humilde.

Orígenes del ministerio apostólico según San Marcos

ORÍGENES DEL MINISTERIO APOSTÓLICO
SEGÚN SAN MARCOS
(segunda parte)
Francisco Pérez Sánchez

Retomamos el camino iniciado antes de Navidad: Jesús elige a los futuros apóstoles. Entonces contemplábamos sus primeros pasos en el seguimiento del Maestro. Este mes, la segunda etapa del camino, cuando Jesús se dirige decididamente ya hacia Jerusalén, donde consumará su entrega sacrificial en la cruz. Pero recordemos que nuestro objetivo no es hacer un tratado bíblico sobre el sacerdocio, sino retirarnos, entrar en escucha y diálogo con el Señor, renovando nuestra propia consagración a Él de la mano de los apóstoles a los que Jesús quiso asociar a su único sacerdocio.

Introducción: A partir de la confesión de Pedro en Cesarea (“Tú eres el Mesías”: Mc 8,27-30), Jesús comienza una nueva etapa en relación con los discípulos. Quiere comunicarles “abiertamente” en qué consiste su mesianismo, y a qué meta dirige sus pasos aquél que les ha llamado a seguirle. No va a Jerusalén para ser coronado y triunfar, sino para ser rechazado hasta sufrir la muerte y resucitar.

Los discípulos manifiestan abierto rechazo (Mc 8,32), o más moderadamente incomprensión y temor (Mc 9,32). Frente a esta preocupación de Jesús, resulta chocante que la preocupación de los discípulos sea ser “el más importante” (Mc 9,33-37) o sentarse en los primeros puestos (Mc 10,35-45). Será un agraciado por Jesús, no perteneciente al grupo de los Doce, Bartimeo, quien presente la imagen perfecta del seguidor del Señor (Mc 10, 46-52).

Para nuestra oración:

A) LOS TRES ANUNCIOS DE LA PASIÓN, LAS REACCIONES DE LOS DISCÍPULOS Y
LAS ENSEÑANZAS DE JESÚS

Lee: Puedes leer de corrido estos dos capítulos, Mc 8,31-10,52.

Puedes centrarte en uno de los tres anuncios de la Pasión, junto con el pasaje siguiente sobre la actitud de los discípulos:

1º anuncio + reacción de Pedro
(Mc 8,31-32 + 8,33-38)

«Y Jesús comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente. Tomándole aparte, Pedro se puso a reprenderle. Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Llamando a la gente a la vez que a sus discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará. Pues ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? Pues ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque quien se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles».

2º anuncio + quién es más importante
(Mc 9,30-32 + 9,33-37)

Y saliendo de allí, iban caminado por Galilea; él no quería que se supiera, porque iba enseñando a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le mataran y a los tres días de haber muerto resucitará». Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntaba: «¿De qué discutíais por el camino?» Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quien era el mayor. Entonces se sentó, llamó a los Doce, y les dijo: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, le puso en medio de ellos, le estrechó entre sus brazos y les dijo: «El que reciba a un niño, como éste en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, no me recibe a mí sino a Aquel que me ha enviado».

3º anuncio + sentarse a derecha e izquierda
(Mc 10,32-34 + 10,35-45)

Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder: «Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán y le matarán, y a los tres días resucitará».
Se acercaron a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: «Maestro, queremos nos concedas lo que te pidamos». Él les dijo: «¿Qué queréis que os conceda?» Ellos le respondieron: «Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda». Jesús les dijo: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» Ellos le dijeron: «Sí, podemos». Jesús les dijo: «La copa que yo voy a beber, sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado; pero, sentarse a mí derecha o a mí izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado». Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan. Jesús, llamándoles, les dice: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes les oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».

• Observa que, en los tres casos Jesús responde con una enseñanza y una invitación a seguirle (“¡ponte detrás de mí!” (Mc 8,33); “llamó a los Doce” (Mc 9, 35); “¿podéis beber el cáliz?” (Mc 10,38).

• Observa que Jesús no les rechaza por su incomprensión o por tener intereses y metas divergentes con los suyos. Ni siquiera en el caso de Pedro, cuando le llama «Satanás». Jesús rechaza que Pedro se constituya en maestro del Señor imponiendo la mentalidad de los hombres, en vez de seguir el plan de Dios, y rechaza por tanto su propuesta, pero a él le llama a ser discípulo, a seguir aprendiendo «detrás» de Jesús. Jesús llama pacientemente a profundizar en el seguimiento, no desespera de ellos, enseña y llama.

• Observa el pequeño pero real progreso de los discípulos, guiado por las enseñanzas y reacciones de Jesús: de (1º) reprender a Jesús (ponte detrás de mi), a (2º) no entender y temer preguntar (los llamó y les habló) y a (3º) estar espantados (les invita a compartir su cáliz). La oposición de los discípulos cada vez se expresa menos, aunque es siempre fuerte, mientras la reacción de Jesús va de llamar a Pedro Satanás a invitar a los de Zebedeo a participar de su destino.

Medita: ¿Cuál es tu historia con Jesús? Seguir al verdadero sacerdote implica seguirle hasta el sacrificio y la vida nueva. ¿Cuáles son tus resistencias, silencios y temores? ¿Cuáles son tus búsquedas y deseos que contradicen a lo que Jesús te propone? ¿Has experimentado la paciencia de Jesús contigo? ¿Te ha renovado la llamada y ayudado a comprender con más hondura? ¿No te admira que te invite de nuevo a entregarte con Él, pese a todas tus durezas, despistes y “mentalidades humanas”? Pídele hacer la voluntad de Dios.

B) EL CIEGO BARTIMEO

Lee: Bartimeo (Mc 10,46-52) es el modelo del que “sigue a Jesús por el camino” (Mc 10,52) hacia Jerusalén, a donde entrará enseguida. Jesús le ha “abierto los ojos”, en contraste con la “ceguera” de los discípulos. Ha cobrado ánimo ante la intuida presencia de Jesús, ante su llamada, que Jesús encarga que le comuniquen, ante el interés de Jesús por Él. Ha arrojado el manto con que cubría su postración. El que estaba fuera del camino y parado, de un salto camina hacia Jesús. Y por su fe en el Señor, ahora, por fin “ve”. Y por eso “camina”. Siguiendo a Jesús.

Llegan a Jericó. Y cuando salía de Jericó, acompañado por sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama» Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino ante Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino.

Medita: Revive tu historia, la de la misericordia de Jesús contigo. Y pídele: “¡Señor, que vea!”. Y salta hacia Él, arrojando lo que te cubre. Y renueva tu ofrecimiento de seguirle hasta el sacrificio perfecto de la cruz.

Cuaresma en clave sacerdotal

CUARESMA EN CLAVE SACERDOTAL
Francisco Pérez Sánchez

Estamos iniciando la santa cuaresma en este año sacerdotal.
Puestos delante del Señor acojamos los tres medios que Él mismo nos propone (oración, ayuno, limosna), a través de su Iglesia, para vivir este camino de preparación, no a la simple conmemoración de su Pasión, Muerte y Resurrección, sino a la actualización de ese Misterio en nuestras vidas, camino de la Pascua definitiva.

Punto de partida: El Miércoles de Ceniza, como pórtico de la Cuaresma, escuchábamos en Mt 6, 1-6.16-18, la propuesta que el Señor nos hace para recorrer este camino: los tres “bastones” o ayudas que son la oración, el ayuno y la limosna. Pero antes, el Señor nos previene de no buscar “hacer vuestra justicia ante los hombres para ser vistos por ellos”. Meditemos hoy estos cuatro puntos, en clave de espiritualidad sacerdotal.

A) Mt 6, 1: NO PARA QUE OS VEAN LOS HOMBRES

Mt 6, 1: No hagáis el bien para que os vean los hombres, porque entonces vuestro Padre celestial no os recompensará.

Estas palabras son extrañas. ¿No nos acaba de encomendar el propio Señor en Mt 5,13-16 que brille nuestra luz “delante de los hombres” para que “vean” nuestras “buenas obras” y “glorifiquen al Padre”? Ciertamente el Señor no quiere que su Iglesia pase desapercibida, pero para que nuestro testimonio y nuestro anuncio sean auténticos, han de nacer de una búsqueda genuina de la verdad ante Dios. Sin que nos importen las opiniones de los demás, sino en la verdad desnuda de nuestra realidad ante Dios. Quien vive con alma sacerdotal ha de ser ante todo y sobre todo alguien totalmente entregado a Dios, cuya meta, criterio y esperanza están puestas sólo en Él. Solo así podemos ser icono de Cristo, que ha venido a ser mediador de la comunión con el Padre. ¿Vivo yo esa libertad ante los juicios ajenos? ¿Es Dios mi juez y mi referencia? ¿Me siento así libre de prejuicios y condicionamientos para vivir y anunciar la fe?

B) Mt 6, 2-4: LA LIMOSNA

Mt 6, 2-4: Por eso, cuando des limosna, no vayas pregonándolo, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para que los alaben los hombres. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.

En el modo de dar limosna se refleja esa búsqueda de la discreción, a fin de que lleguemos a hacer las cosas por Dios y para Dios, no para que los demás piensen bien de nosotros. Convertir la caridad en espectáculo o en propaganda, es desnaturalizarla. Lo sacerdotal está en la auténtica caridad por amor a Dios y al prójimo, sin instrumentalizar nunca al hermano necesitado. Eso sería lesionar su dignidad de hijo de Dios, de imagen de Dios, tratarlo como mero medio. ¿Cómo vivo yo mis relaciones con los demás, sobre todo con los que necesitan mi ayuda? ¿Con respeto a su dignidad, como si fueran la persona más importante en mi vida, o como una carga, como un trámite obligado, o como un pasaporte a la buena fama?

C) Mt 6, 5-6: LA ORACIÓN

Mt 6, 5-6: Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.

La oración como intimidad absoluta con Dios. También la comunitaria. A veces vivimos la oración personal como desierto y la comunitaria como formalidad, o como espectáculo. Nos importa más “que sea participada”, que todos hablen o hagan algo, más que la hondura del encuentro tú a tú con el Señor. Y en lo personal, nos importan más los sentimientos que Dios nos despierta, que Dios mismo. A veces, demasiadas veces. El desierto no aleja de Dios, aunque sólo se perciba aridez, y no el gozo de su cercanía. La frivolidad, el espectáculo y el formalismo, la matan y desvirtúan. Un espíritu sacerdotal vela sobre todo por la “calidad interior” de la liturgia y la oración, sin perderse en formalidades ni en pedagogías. ¿Cómo vivo yo el progreso hacia una intimidad verdadera con el Señor, en privado y en comunidad?

D) Mt 6, 16-18: EL AYUNO

Mt 6, 16-18: Cuando ayunéis, no andéis cariacontecidos como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que la gente vea que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su recompensa. Tú, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, de modo que nadie note tu ayuno, excepto tu Padre, que está en lo escondido. Y tu Padre, que ve hasta lo más escondido, te premiará.

¿Poner cara triste?. Un espíritu sacerdotal hace de Dios mismo su heredad, su amor, su único bien, y sólo esa actitud interior hace posible y explica todos los rasgos de su vida. ¿Me entristece privarme de ciertos bienes de la vida, ayunar? ¿Pongo cara de pena cuando me veo privado o elijo privarme de ciertos disfrutes, legítimos pero prescindibles? ¿He comprendido que mi único bien y alegría es el Señor? ¿Puede percibirlo en mi alegría quien conmigo se encuentra? ¿Me alegro de tener ocasión para ejercitarme en el desprendimiento, en la renuncia abnegada, o prefiero la comodidad tranquilona? Me doy cuenta de que estoy todavía demasiado apegado a las cosas, situaciones y personas, buscando en ellas la felicidad que sólo Dios promete y realmente da?

Ejercicio alternativo

La liturgia del Miércoles de Ceniza excluía los versículos 7 al 15, sobre el Padrenuestro. Pero en nuestro retiro, no tenemos porqué hacerlo. Quizá hoy, para ti, mejor que las meditaciones propuestas, sea rezar tranquilamente, repetidamente, al ritmo de la respiración, dejando que cada palabra te sugiera mil significados antiguos y nuevos… el Padrenuestro. ¡Sería un día magnífico si en todo el retiro no hicieras otra cosa que repetir esta oración “fiel a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza”.

Mt 6, 7-15: Y al orar, no os perdáis en palabras como hacen los paganos, creyendo que Dios los va a escuchar por hablar mucho. No seáis como ellos, pues ya sabe vuestro Padre lo que necesitáis antes de que vosotros se lo pidáis. Vosotros orad así:
Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre;
venga tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo;
danos hoy el pan que necesitamos;
perdónanos nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación;
y líbranos del mal,
Porque si vosotros perdonáis a los demás sus culpas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los demás, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras culpas.

La plenitud del sacerdocio

LA PLENITUD DEL SACERDOCIO
Francisco Pérez Sánchez

resurreccion_grecoLa entrega libre de su propia vida, como sacrificio perfecto, que Jesucristo ofrece al Padre a favor de los hombres, para el perdón de los pecados, constituye la realización plena del sacerdocio. Esta entrega es aceptada por Dios Padre, que resucitó a su Hijo y le ha sentado a su derecha, desde donde ha derramado el Espíritu sobre su Iglesia a fin de que este acto salvador se perpetúe en la historia y afectando a todos los hombres prepare el momento glorioso de su segunda venida. Este retiro y la inminente Semana Santa son mi gran ocasión para ahondar en estas realidades y vivirlas de un modo nuevo.

1.- ENTREGA LIBRE DE LA PROPIA VIDA

Jn 10, 17-18. En esto se ve que me ama mi Padre: en que yo doy mi vida, para recobrarla de nuevo; nadie me la quita, sino que yo la doy por mi propia voluntad. Tengo poder para darla y tengo poder para recobrarla de nuevo. Este mandato recibí de mi Padre.

Mt 26, 38-39. Jesús les dice: Mi alma está llena de tristeza mortal. Quedaos aquí y velad conmigo. Y, adelantándose un poco, cayó sobre su rostro, rezando con estas palabras: «¡Padre mío!, si es posible, pase lejos de mí este cáliz; pero no como yo quiero, sino como quieres tú».

El sacerdocio de Cristo es ante todo un cumplir la voluntad del Padre. Así deshace el camino de alejamiento que nuestras desobediencias han avanzado. ¿Cómo vivo yo mi entrega confiada en la voluntad del Señor? Pido en mi oración que Él me ayude a que se cumpla mi voluntad, o pido que se haga su voluntad y yo la ame y la cumpla?

2.- SE OFRECIÓ AL PADRE

Lc 23, 46. Dando una gran voz, Jesús dijo: «¡Padre, a tus manos confío mi espíritu!». Y, al decir esto, expiró.

Ef 5, 1-2. Haceos imitadores de Dios como hijos queridos, y dejaos conducir por la caridad, como también Cristo nos amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave fragancia.

Hb 9, 14-15. La sangre de Cristo, que, en virtud del espíritu eterno, se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios, purificará nuestro interior de obras muertas, para servir a Dios vivo. Precisamente por esto es mediador de una alianza nueva: para que los llamados reciban la herencia eterna prometida.

El sacerdocio de Cristo no es filantropía. Su dimensión religiosa no es un elemento cultural secundario. Es el centro mismo de su Persona, su obra y su misterio. ¿Tengo yo claro que mi entrega, unido a Cristo, es entrega a Dios, y no solo a las cosas de Dios o a las obras o a las gentes, sino a Dios mismo? De ello depende la auténtica fecundidad de mi servicio a las personas y las instituciones. Y en el fondo la autenticidad y felicidad de mi propia vida. Dios queda, demasiadas veces, obviado, dado por supuesto, en lugar de ocupar, como para Cristo, el centro mismo de nuestra conciencia. ¿Cómo voy a traer más aún al primer plano de mi conciencia y mis expresiones esta centralidad de Dios?

3.- A FAVOR DE LOS HOMBRES, PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS

Mt 26, 27-28. «Bebed todos de él, pues esto es mi sangre de la alianza, la derramada en favor de muchos para perdón de los pecados».

Gal 2, 19-20. Estoy crucificado con Cristo, y vivo, ya no yo, sino que Cristo vive en mí; y la vida terrena de ahora la vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí.

Medita estos tres aspectos:
A) La entrega sacerdotal de Cristo rehace a los hombres, los transforma en justos (justificación). No es un perdón externo (no tener más en cuenta los pecados) sino interno (nos transforma en lo que Él mismo es: justo, Hijo).
B) La entrega sacerdotal de Cristo es “por muchos”, por la humanidad, beneficiarse de ella no es automático, sino que exige respuesta por nuestra parte, pero es una posibilidad real para todos, y hay que ofrecérsela.
C) Me concierne, como a Pablo, en primera persona, es mi gran oportunidad. ¿Acogeré de modo renovado esta entrega?

4.- ACEPTADO POR EL PADRE QUE LE RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS Y
SE SENTÓ A SU DERECHA, EL SACRIFICIO SACERDOTAL DE CRISTO CONTINÚA EN SU IGLESIA POR OBRA DEL ESPÍRITU,
Y EN PARTICULAR EN LA EUCARISTÍA.

Col 1, 24-25. Me alegro de mis sufrimientos por vosotros, y, por mi parte, completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo, por el bien de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la que yo fui constituido servidor conforme al encargo de Dios que me fue encomendado para vosotros: dar cumplimiento a la palabra de Dios.

Lc 22, 19. «Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío».

En mi vida, entregada al servicio de los hermanos, y en cada Eucaristía celebrada, se hace presente y operante la entrega sacrificial del Señor. ¿Cómo estoy viviendo esta realidad y como renovarla en esta Semana Santa?

Todos sacerdotes unidos al único sacerdote

TODOS SACERDOTES UNIDOS AL
ÚNICO SACERDOTE
Francisco Pérez Sánchez

Casi sin darnos cuenta llegamos al final de este ciclo de retiros sobre el sacerdocio, con motivo del Año Sacerdotal. Vamos hoy a dar gracias a Dios, que nos llama a ser colaboradores, servidores, del único Sacerdocio de Cristo, a cada uno según nuestro carisma. Fijémonos para ello en el sacerdocio bautismal de todos los fieles.

1.- LA OBRA DE LA GRACIA BAUTISMAL

Toda la comunidad cristiana es sacerdotal, en cuanto que está unida a Cristo y es su Cuerpo. Al incorporarnos a Cristo y a su Iglesia, por la fe y los sacramentos del bautismo y la confirmación, entramos “a formar parte de su Pueblo” y somos “para siempre miembros de Cristo Sacerdote, Profeta y Rey”, como dice la oración de la Crismación bautismal. Este sacerdocio de todos los fieles, aunque sea esencialmente y no solo en grado, diferente del sacerdocio ministerial de los obispos y presbíteros, está íntimamente unido a Él. El sacerdocio jerárquico está ordenado a hacer posible el sacerdocio bautismal de todo cristiano. Según el Catecismo de la Iglesia Católica, es un medio del que Cristo se sirve para construir y guiar a su Iglesia para que cumpla su vocación propia.

Para nuestra oración:

Recordando tu propio bautismo, dialoga con el Señor y pide su luz y su ayuda. ¿Cómo estoy viviendo mi vida cristiana como entrega a Cristo y con Cristo? ¿Cómo me estoy ofreciendo en las tareas de cada día, en mis obras de apostolado, en la fidelidad a mi propia vocación, viviendo mi sacerdocio bautismal? ¿Me doy cuenta de que ser cristiano no consiste simplemente en hacer cosas buenas, sino en unirse a Cristo y entregarse con Él? ¿Cómo estoy favoreciendo en mis hermanos la conciencia de que su entrega está unida a la de Cristo? ¿Estoy ayudando a los sacerdotes a vivir su vocación como entrega a Cristo y con Cristo y al servicio de la entrega de todos sus hermanos al Señor, al servicio del pleno desarrollo de la gracia bautismal en la vida de sus comunidades?

2.- SUS RAÍCES BÍBLICAS

A) EL SACERDOCIO DE TODOS LOS FIELES EN EL APOCALÍPSIS

Juan, saludando a las Siete Iglesias, les dice:

Ap 1, 5-6. Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra, nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre. A Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.

Luego los Ancianos cantan:

Ap 5, 9-10. Fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, y reinan sobre la tierra.

Y más adelante dice:

Ap 20, 6. Dichoso y santo el que participa en la primera resurrección; la segunda muerte no tiene poder sobre éstos, sino que serán Sacerdotes de Dios y de Cristo y reinarán con él mil años.

Para nuestra oración:

Nuestra primera participación en el sacerdocio de Cristo es pasiva: recibimos su amor y somos lavados por su sangre. ¡Dale gracias al Señor por tu bautismo, por tu vocación, y porque ha pagado el precio de tu propia salvación! Deja que esta acción de gracias haga crecer tu alegría y tu esperanza.

Nos ha hecho un Reino de Sacerdotes para nuestro Dios. La Iglesia es para Dios. Tú eres para Dios. Ofrécete a Él, entrega sacerdotalmente tu propia vida, y cuanto la compone en este momento, al Señor.

Reinan sobre la tierra. Somos libres, no esclavos de nada en este mundo. ¿Te estás dejando atar por algo o a algo? Reinar es pastorear, cuidar del bien de los demás, conducir a todos al Señor. ¿Cómo se traduce mi sacerdocio bautismal en mi caridad con el prójimo y mi celo apostólico? ¿Le estoy consagrando la Tierra, esto es, no solo las personas, sino todas las realidades de la sociedad y aún del mundo material?

B) EL SACERDOCIO DE TODOS LOS FIELES
EN LA PRIMERA EPÍSTOLA DE SAN PEDRO

San Pedro nos dice:

1 Pe 2, 4-5. Acercándoos a Cristo, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo.

Y poco después:

1 Pe 2,9. Vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz.

Para nuestra oración:

Acercarnos a Cristo. Esta es nuestra primera vocación: “Ven y sígueme”. Solo así entramos en la construcción de Dios. ¿Estoy ofreciéndole todas las cosas de mi vida como sacrificio espiritual, como cosa suya, puesto que yo estoy unido a Cristo?

Anunciar las alabanzas. ¿Es mi vida una alabanza y un anuncio? ¿Cómo estoy viviendo la oración y la alabanza? ¿Cómo el trabajo y la vida comunitaria? ¿Soy valiente para anunciar al Señor, o me escondo a veces acomplejado? ¿Vivo y anuncio su luz? ¿Me dejo sacar de mis tinieblas y ayudo al prójimo a salir por medio de Jesucristo?

BIENAVENTURANZAS

1. INTRODUCCIÓN: RETIROS BIENAVENTURANZAS

INTRODUCCIÓN: RETIROS BIENAVENTURANZAS

En los retiros de este curso, meditaremos sobre las Bienaventuranzas, como se me ha indicado. Necesitamos ahondar en su sentido con el fin de interrogarnos cómo las vivimos en tanto que miembros de un Instituto Secular. En esta perspectiva, quiero comenzar la meditación recordando la afirmación de la Exhortación apostólica postsinodal sobre el carisma de la consagración secular o  de la secularidad consagrada:

El Espíritu Santo, admirable artífice de la variedad de los carismas, ha suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida consagrada, como queriendo corresponder, según un providencial designio, a las nuevas necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar su misión en el mundo.

Pienso en primer lugar en los Institutos seculares, cuyos miembros quieren vivir la consagración a Dios en el mundo mediante la profesión de los consejos evangélicos en el contexto de las estructuras temporales, para ser así levadura de sabiduría y testigos de gracia dentro de la vida cultural, económica y política. Mediante la síntesis, propia de ellos, de secularidad y consagración, tratan de introducir en la sociedad las energías nuevas del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la fuerza de las Bienaventuranzas. De este modo, mientras la total pertenencia a Dios les hace plenamente consagrados a su servicio, su actividad en las normales condiciones laicales contribuye, bajo la acción del Espíritu, a la animación evangélica de las realidades seculares. Los Institutos seculares contribuyen de este modo a asegurar a la Iglesia, según la índole específica de cada uno, una presencia incisiva en la sociedad. (VC 10)

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2. BIENAVENTURADOS LOS POBRES, PORQUE VUESTRO ES EL REINO DE DIOS

BIENAVENTURADOS LOS POBRES, PORQUE VUESTRO ES EL REINO DE DIOS

Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les decía: «Bienaventurados (vosotros) los pobres, porque vuestro es el reino de Dios… Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque habéis recibido vuestro consuelo! (Lc 6, 20.24)

Al ver Jesús el gentío, subió al monte, se sentó y se acercaron sus discípulos; y, abriendo su boca, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. (Mt 5, 1-3)

No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. (Lc 12, 32)

Antes de meditar sobre estas afirmaciones de Jesús, he creído conveniente hacer unas breves observaciones.

En primer lugar, estamos llamados a situarnos ante el Señor que nos habla aquí y ahora. La palabra de Dios no es una palabra de ayer, sino actual. «Porque la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos; juzga los deseos e intenciones del corazón. Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas». (Hb 4, 12-13) En esta etapa final, Dios nos ha hablado por su Hijo. «Él sostiene el universo con su palabra poderosa». (cf. Hb 1, 1-4; Hch 19, 20) Ahora bien, para que «Palabra de Cristo habite» en nosotros «en toda su riqueza», estamos llamados a escucharla con fe, sencillez y humildad, sin perdernos en disquisiciones y razonamientos, que tienden a oscurecer y debilitar la verdad y novedad de la palabra divina. En la oración y contemplación, dejémonos enseñar por el Espíritu, el verdadero maestro interior. ¡Que la palabra de Dios interprete y juzgue los deseos e intenciones de nuestros corazones!

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3. BIENAVENTURADOS LOS HAMBRIENTOS

BIENAVENTURADOS LOS HAMBRIENTOS

Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. ¡Ay de vosotros, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!
 (Lc 6, 21.25)

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. (Mt 5, 6)

María canta en el Magníficat: el Señor «a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos». (Lc 1, 53) En las palabras de la Virgen resuena la experiencia del pueblo elegido. El salmista cantaba ya cómo Dios «calmó el ansia de los sedientos, y a los hambrientos los colmó de bienes… Colocó allí a los hambrientos, y fundaron una ciudad para habitar. Sembraron campos, plantaron huertos, recogieron cosechas. Los bendijo y se multiplicaron, y no les escatimó el ganado». (Sal 107, 9. 36-38) En el Magníficat resuena también el cántico de Ana, la estéril. «Los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía.  El Señor da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta; da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece». (1Sam 2, 5-7) La intervención magnánima y gratuita de Dios invierte la situación; pero su acción en la historia no acontece según los tiempos y formas del hacer humano. En la fe, María canta el futuro, cree que «para Dios nada hay imposible.» El Señor de la historia realiza todo en el momento oportuno. Basta dejarse hacer por la palabra de Dios. «¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!» (Lc 1, 45)

Jesús, al proclamar «bienaventurados ahora los que tienen hambre» y sed, se dirigía a un auditorio conocedor, sin duda, de la exhortación del profeta Isaías al pueblo de la alianza: «Oíd, sedientos todos, acudid por agua; venid, también los que no tenéis dinero: comprad trigo y comed, venid y comprad, sin dinero y de balde, vino y leche, ¿Por qué gastar dinero en lo que no alimenta y salario en lo que no da hartura? Escuchadme atentos y comeréis bien, saborearéis platos sustanciosos. Inclinad vuestro oído, venid a mí: escuchadme y viviréis. Sellaré con vosotros una alianza perpetua, las misericordias firmes hechas a David…». (Is 55, 2-5) Sin el pan y el agua, sin el vino y la leche, ni hay vida ni alegría.

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4. BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN

BIENAVENTURADOS LOS QUE LLORAN

Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis. ¡Ay de los que ahora reís, porque haréis duelo y lloraréis! (Lc 6, 21.25)

Bienaventurados los que lloran (están afligidos), porque ellos serán consolados (παρακληθησονται). (Mt 5, 5)

Cuando el Señor hizo volver a los cautivos de Sión, nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: «El Señor ha estado grande con ellos».
El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres. Recoge, Señor, a nuestros cautivos como los torrentes del Negueb. Los que sembraban con lágrimas cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas.
(Sal 126, 1-6)

Antes de adentrarme en el comentario de la bienaventuranza de los lloran, de los afligidos, haré una pequeña introducción. Su finalidad es mostrar la senda de la alegría, fruto del Espíritu Santo, el Paráclito, el Consolador y Abogado. Así, en mi opinión, se comprende mejor la paradoja presente en las bienaventuranzas del reino de Dios.

La ideología incapacita para comprender y vivir la paradoja divina. «La ideología de la felicidad» no entiende que sean bienaventurados los que ahora lloran y que el Señor se lamente por los que ahora ríen. Con frecuencia escucho decir: el Señor nos ha hecho para ser felices y vivir alegres. Yo también lo creo. Pero reflexionamos poco sobre el sentido y camino de la verdadera alegría. Se aíslan los textos bíblicos y de una verdad parcial, la ideología hace un absoluto, sin tener en cuenta la totalidad de la palabra de Dios. Veamos algunos testimonios sacados de la Escritura, ellos nos permitirán bucear en la riqueza de la bienaventuranza de los que lloran y son consolados.

Jesús, en su discurso de despedida y testamento a la comunidad de discípulos reunida en el cenáculo, habla de dicha y alegría en cinco momentos. Después del lavatorio de los pies dice a los discípulos que se sirvan unos a otros desde el último lugar, como él ha hecho con ellos, para añadir a continuación: «Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica». (Jn 13, 17) Ante su partida inminente los discípulos están tristes. Jesús les dice: «Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo». (14, 28) Todo lo que él ha dicho a los discípulos es para su alegría: «Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud». (15, 11) En la oración sacerdotal, Jesús ora al Padre: «Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría cumplida». (17, 13) Pero la alegría anunciada no elimina que los discípulos serán víctimas del odio del mundo y experimentarán la tristeza. Jesús insiste: el discípulo no puede ser mayor que el Maestro: si él fue odiado y experimentó el rechazo y la persecución, el camino del discípulo no puede diferente. He aquí la auténtica alegría pascual.

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5. BIENAVENTURADOS LOS MANSOS

BIENAVENTURADOS LOS MANSOS

 Bienaventurados los mansos (PRAYS, MITES), porque ellos heredarán (poseerán en herencia) la tierra. (Mt 5, 4; Sal 37, 11)

Al inicio de esta meditación, quiero subrayar algo muy sencillo, pero a lo que prestamos poca atención. Jesús de Nazaret, como buen judío, oró con los salmos. Sus últimas palabras en la cruz, según los evangelistas Mateo y Marcos, evocan el salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». San Lucas, por su parte, reenvía al salmo 31: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Ahora bien, el evangelista ofrece un matiz de suma importancia. El Crucificado se dirige a Dios con el vocativo: «Padre». San Juan insiste en el cumplimiento de la Escritura: «sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed» (Jn 19, 28), evocando los salmos 22, 16 y 69, 22.

Resucitado de entre los muertos, Jesús recordó a sus discípulos: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». Y añade el evangelista: «Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras». (Lc 24, 44-45) Jesús es el cumplimiento de las Escrituras en la novedad. Los salmos son también palabra de Dios. Y Jesús vivió de la totalidad de la Palabra de Dios.

Teniendo esto presente, resulta interesante hacer algunas calas en el Antiguo Testamento, ante todo en los salmos, para ahondar en la novedad de la bienaventuranza de los mansos. Así se comprende mejor cómo Jesús, con su vida y misión, revela el sentido y fuerza de esta bienaventuranza para transfigurar nuestro mundo, marcado, ayer como hoy, por la injusticia y la violencia. No olvidemos que el odio engendra odio, y la violencia, más violencia. En Jesús se cumplió lo anunciado por el profeta: «Como cordero fue llevado al matadero, como oveja muda ante es el esquilador, así no abre su boca…» (Hch 8, 32; Is 53, 7s) En el libro del Apocalipsis, la humanidad entera canta la victoria definitiva del «cordero degollado». (cf. Ap 5, 1-14; 7, 9-17). Luego trataremos de ver las consecuencias para acoger y cultivar la fuerza de la mansedumbre, a fin de contribuir a la transfiguración de un mundo amado con pasión por el Padre.

I.- FIGURAS DE LOS MANSOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

En este primer punto de nuestra meditación, invito a centrar nuestra contemplación en las figuras de Moisés, Jeremías, del Siervo de Yahvé y en «el salmista».

1.- Moisés

Moisés, aun cuando no reciba el título de manso y se narren sus reacciones violentas ante la injusticia sufrida por su pueblo y las hijas del sacerdote de Madián por los pastores, es considerado por la Biblia como modelo de mansedumbre. Para el autor sagrado ésta no es debilidad, sino de humilde sumisión a Dios, fundada en el temor a Dios y amor al pueblo. «Moisés era un hombre muy humilde, más que nadie sobre la faz de la tierra» (Num 12, 3) El Eclesiástico lo presenta como un hombre amado de Dios y de los hombres, a quien Dios «por su fidelidad y humildad lo santificó, lo eligió de entre todos los vivientes». (Sir 45, 4) A Dios le agrada la fidelidad y la mansedumbre. «Porque el temor del Señor es sabiduría e instrucción, le agradan la fidelidad y la mansedumbre». (Sir 1, 27) Dios quiere servirse del pobre y humilde, esto es, del que se refugia en el Señor,  para llevar adelante su obra de salvación. «Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre, que buscará refugio en el nombre del Señor». (So 3, 12) A los pobres y humildes, a los mansos, Dios los dirige (Sal 25, 9), sostiene (Sal 147, 6), salva (Sal 76, 10) y hará gozar la paz en la tierra prometida.

La carta a los Hebreos recuerda cómo por fe Moisés estimó «que la afrenta de Cristo valía más que los tesoros de Egipto».

Por fe, Moisés, ya crecido, renunció al título de hijo de una hija del faraón, y prefirió ser maltratado con el pueblo de Dios al disfrute efímero del pecado, estimando que la afrenta de Cristo valía más que los tesoros de Egipto, y atendiendo a la recompensa. Por fe abandonó Egipto sin temer la cólera del rey, y se apoyó en el invisible como si lo viera. (Hb 11, 24-27)

2.- El profeta Jeremías

El Señor me instruyó, y comprendí, me explicó todas sus intrigas. Yo, como manso cordero, era llevado al matadero; desconocía los planes que estaban urdiendo contra mí: «Talemos el árbol en su lozanía, arranquémoslo de la tierra de los vivos, que jamás se pronuncie su nombre». Señor del universo, que juzgas rectamente, que examinas las entrañas y el corazón, deja que yo pueda ver cómo te vengas de ellos, pues a ti he confiado mi causa. (Jer 11, 18-20)

Este texto forma parte de la primera de las llamadas confesiones de Jeremías. El profeta reconoce la injusticia que sufre; pero en lugar de tomarse la venganza por su cuenta, deposita su confianza en el Señor, que le lleva a amar a su pueblo y permanecer solidario de su suerte hasta el final, a pesar de las intrigas de los nobles contra él y de las reacciones de las muchedumbres. El profeta antepone el bien del pueblo al suyo. Morirá en el destierro arrastrado a la fuerza por sus adversarios. La mansedumbre del profeta se contrapone a los que propugnan la venganza o la insolidaridad, a los violentos y agresivos; pero también a los tímidos. Jeremías lucha en favor de su pueblo y deja su causa en manos del Señor, de quien se fía y a quien sirve seducido en medio de una dramática lucha interior. En la quinta de sus confesiones, que comienza con estas significativas palabras : «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; has sido más fuerte que yo y me has podido. He sido a diario el hazmerreír, todo el mundo se burlaba de mí». Y tras maldecir el día que nació, cerraba su confesión con este interrogante: «¿Por qué hube de salir del vientre (de mi madre) para pasar trabajos y fatigas y acabar mis días deshonrado?» (Jer 20, 7-18) lEl profeta no es un pendenciero, sino testigo de la verdad de Dios y de su designio salvador; y no de nuestra verdad y planes mundanos, aun cuando se invoque la religión.

3.- El siervo de Yahvé

Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino; y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes. Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca: como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. (Is 53, 6-7)

El profeta de la consolación, dirigiéndose a los exiliados, presenta la victoria de Dios a través de su Siervo, a quien presenta como el «cordero» llevado al matadero. El silencio y humillación del Siervo es condición para el triunfo y la vuelta del pueblo elegido a la tierra prometida. Al inicio del libro de la consolación, leemos:

«Consolad, consolad a mi pueblo —dice vuestro Dios—; hablad al corazón de Jerusalén, gritadle, que se ha cumplido su servicio y está pagado su crimen, pues de la mano del Señor ha recibido doble paga por sus pecados»… Súbete a un monte elevado, heraldo de Sión; alza fuerte la voz, heraldo de Jerusalén; álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: «Aquí está vuestro Dios. Mirad, el Señor Dios llega con poder y con su brazo manda. Mirad, viene con él su salario y su recompensa lo precede. Como un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían». (Is 40, 1-2.9-11)

Misión del Mesías, sobre el que reposará «el espíritu del Señor», es juzgar «a los pobres con justicia», sentenciar «con rectitud a los sencillos de la tierra» y recrear la paz entre los enemigos. Así lo expresa el profeta. «Habitará el lobo con el cordero, el leopardo con el cabrito, el ternero y león pacerán juntos: un muchacho será su pastor». El país estará lleno del conocimiento de Dios. (Is 11, 1-16) El profeta Zacarías desarrolla el tema de la paz mesiánica, presentando al Mesías, pobre y montando en un pollino, que era la forma en que sus antepasados se desplazaban con sus ganados. He aquí el texto que anuncia de forma anticipada la entrada de Jesús en Jerusalén:

¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna. Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; romperá el arco guerrero y proclamará la paz a los pueblos. Su dominio irá de mar a mar, desde el Río hasta los extremos del país. (Zac 9, 9-10)

La victoria, por tanto, no se consigue por la fuerza de los medios poderosos según la cultura mundana, sino por el camino de la pobreza y la mansedumbre. En la tercera parte del libro Isaías suena la misma música:

El Señor hace oír esto hasta el confín de la tierra: «Decid a la hija de Sión: Mira a tu salvador, que llega, el premio de su victoria lo acompaña, la recompensa lo precede». (Is 62, 11)

4.- La oración del salmista

No te exasperes por los malvados, no envidies a los que obran el mal:
 se secarán pronto, como la hierba, como el césped verde se agostarán. Confía en el Señor y haz el bien: habitarás tu tierra y reposarás en ella en fidelidad;
 sea el Señor tu delicia, y él te dará lo que pide tu corazón. Encomienda tu camino al Señor, confía en él, y él actuará:
hará tu justicia como el amanecer, tu derecho como el mediodía. Descansa en el Señor y espera en él, no te exasperes por el hombre que triunfa empleando la intriga: cohíbe la ira, reprime el coraje; no te exasperes, no sea que obres mal; porque los que obran mal son excluidos, pero los que esperan en el Señor poseerán la tierra. Aguarda un momento: desapareció el malvado, fíjate en su sitio: ya no está;
 en cambio, los sufridos poseen la tierra y disfrutan de paz abundante.
 (Sal 37, 1-11)

En el canto de los salmos el pueblo habla a Dios, pero también Dios dialoga con su pueblo, invitándolo a la conversión, marcándole el camino a seguir, prometiendo… etc. Los salmos nos introducen en un verdadero diálogo de Dios con los suyos. Es la oración de un pueblo basada en las promesas proféticas, así como en las múltiples experiencias de la historia que dieron origen al pueblo de la alianza. En el salmo 37, el Señor invita al pueblo a caminar en la historia, poniendo su confianza en él. Él hará desaparecer al malvado. En realidad no es el pueblo el que sirve a Dios, sino Dios a los suyos. Los sufridos, que es otra forma de presentar a los mansos, poseen la tierra y la paz abundante. La tierra y la paz son la expresión de la realización de los tiempos mesiánicos, que en el Nuevo Testamento adquieren su plena dimensión escatológica. El futuro está en las manos del Señor. La tierra es la tierra prometida, otra forma de hablar del reino de Dios: los humildes poseerán la tierra. Los discípulos esperaban la restauración del reino de Israel. En la memoria del pueblo elegido permanecía viva, como formando parte de su identidad, esta afirmación del profeta de la consolación: «¡Dios reina!» (Is 52, 7)

Estos mansos y sufridos, tal como se presentan en el Antiguo Testamento, conviene notarlo, no lo son por su temperamento ni sólo por su dura condición social y religiosa de oprimidos. No son simples personas resignadas. Son los verdaderos anawim, esto es, los pobres y quebrantados, que ponen su confianza y causa en manos del Señor. Él es quien los conduce a la tierra prometida y la paz. El Dios de Israel es justo y fiel, cumple sus promesas sin tardar. Aquí radica la importancia de la parábola de Jesús inculcando a los suyos a «orar siempre sin desfallecer», pues Dios «hará justicia sin tardar». ¡Basta la fe! Y por ello Jesús sigue preguntando: «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra? (cf. Lc 18, 1-8)

El sufrido, el manso, no se toma la justicia por su cuenta. Cree y espera. Sus armas son muy diferentes a las que usan los grandes y poderosos imperios y reinos de este mundo. El salmista y la sabiduría que Dios depositó en el pueblo de su elección no cesan de recordarlo a quienes viven de acuerdo con su palabra. La mansedumbre forma parte de la armadura de los valientes y verdaderos vencedores de la historia.

Eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia, el Señor te bendice eternamente. Cíñete al flanco la espada, valiente: es tu gala y tu orgullo; cabalga victorioso por la verdad, la mansedumbre y la justicia, tu diestra te enseñe a realizar proezas. (Sal 45, 3-5)

Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres, y te querrán más que al hombre generoso. Cuanto más grande seas, más debes humillarte, y así alcanzarás el favor del Señor.
 Muchos son los altivos e ilustres, pero él revela sus secretos a los mansos. Porque grande es el poder del Señor y es glorificado por los humildes.
 (Ecl 3, 17-20)

Si deseas la sabiduría, guarda los mandamientos, y el Señor te la concederá. Porque el temor del Señor es sabiduría e instrucción, le agradan la fidelidad y la mansedumbre.
(Ecl 1, 26-27)

II.- JESÚS MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso (PRAYS, MITIS, amistoso, benigno, apacible) y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas.
 Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera». (Mt 11, 28s)

Las figuras y promesas del Antiguo Testamento, como insiste san Lucas en los Hechos de los Apóstoles, Dios las ha cumplido de forma novedosa al resucitar a «su Siervo Jesús» de entre los muertos. (cf. Hch 2, 13.26; 4, 23-30) Jesús se auto-proclama «manso y humilde de corazón». Lo hace, como vemos en el evangelio según san Mateo, tras afirmar: «Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo de lo quiera revelar». (11, 27)

Jesús se manifestó «manso y humilde corazón» a lo largo de su vida y misión; y de forma culminante en su Pascua. En Nazaret, permaneciendo sumiso a la autoridad de sus padres. Estos no entendieron su respuesta cuando le recriminaron haberse quedado sin su consentimiento en el templo. No discute. Se limita a obedecer. «Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos… Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres». (Lc 2, 41-52)

Ante la resistencia de Juan Bautista a bautizarlo, Jesús arguye que era necesario cumplir toda justicia. «Conviene que así cumplamos toda justicia». (Mt 3, 15) La justicia significa en Mateo una fidelidad nueva y radical a la voluntad de Dios (5, 6.10.20; 6, 1.33; 21, 32). Jesús, «el Dios con nosotros», asume libre y conscientemente, como se ve con claridad en las tentaciones, la condición del Siervo. El Bautista presentó a Jesús ante sus discípulos como «el cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1, 29), evocando así «al siervo sufriente y victorioso», «al cordero llevado al matadero» de Isaías y al «cordero pascual inmolado» en vistas a la salvación de Israel (cf. Ex 12, 1-28). Así Juan Bautista, el testigo enviado por Dios, anunciaba la identidad, misión y destino de Jesús: la ofrenda de su vida para dar la vida eterna a la humanidad. (cf. Jn 19, 14.36)

 La mansedumbre y la humildad, como el Señor afirma, acontece en el corazón, esto es, en el ser más profundo de la persona; y abarca tanto su relación con el Padre como con los hombres. Él «siervo manso y humilde» se alimenta de la voluntad del Padre. Y la finalidad de su vida no es otra que llevar a cabo la obra del Padre, nuestra salvación.

La manera como el Hijo lleva adelante la misión, para la que ha sido enviado, es la propia del Siervo pobre y humilde. Estamos ante la revelación suprema de la mansedumbre de Dios revelada en la misión de su Hijo en el Espíritu Santo. San Mateo la expresa así:

Al salir de la sinagoga, los fariseos planearon el modo de acabar con Jesús. Pero Jesús se enteró, se marchó de allí y muchos lo siguieron. Él los curó a todos, mandándoles que no lo descubrieran. Así se cumplió lo dicho por medio del profeta Isaías: «Mirad a mi siervo, mi elegido, mi amado, en quien me complazco. Sobre él pondré mi espíritu para que anuncie el derecho a las naciones. No porfiará, no gritará, nadie escuchará su voz por las calles. La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará, hasta llevar el derecho a la victoria; en su nombre esperarán las naciones». (Mt 12, 14-21)

La mansedumbre y humildad del siervo nada tiene que ver con la timidez e inhibición ante la situación de perdición en que se encontraba la humanidad. Su corazón acoge a todos los que andan cansados y agobiados. Es la expresión de una plena y radical comunión con el amor del Padre por el mundo y los hombres sedientos de justicia y libertad. Su y mansedumbre, en efecto, revela el amor paciente y fiel del Padre que sale corriendo para abrazar al hijo perdido y hallado; pero también revela el amor que sale en busca del hijo mayor, el cumplidor de la ley, suplicándole se asocie a la fiesta. Jesús vino para llamar a todos. Su corazón no es selectivo, está abierto a todos los cansados y agobiados. A todos los invita a ir a él.

Su entrada en Jerusalén, en vísperas de su Pascua, de su paso de este mundo al Padre, cumpliendo  la profecía de Zacarías, a la que ya me he referido, muestra cómo lleva a cabo  la esperanza de Israel, de acuerdo con la tradición de los antepasados. No lo hace en las carrozas de los grandes de este mundo, sino en la montura del pueblo pobre y humilde. La esperanza de Israel es el Mesías manso y no los medios de las potencias de este mundo.

«Decid a la hija de Sión: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde (PRAYS, MANSUETUS), montado en una borrica, en un pollino, hijo de acémila”». (Mt 21, 5)

En la cruz, Jesús muere como «el cordero inmolado», para dar la vida sin ocaso a los que eran esclavos del pecado. Sus heridas nos han curado. El Apocalipsis no deja de cantar la victoria del cordero inmolado. Es el triunfo del amor divino, del amor paciente, humilde y gratuito. La mansedumbre es fruto del Espíritu (cf. Gal 5, 23).

Jesús manso y humilde de corazón avanza dando gracias al Padre por revelar su identidad y misión a los pequeños. A todos convoca a la conversión ante la inminencia del juicio divino. En ocasiones lo hace con dureza. La mansedumbre, dulzura, ternura, humildad y paciencia del Hijo del hombre, por tanto, no debe confundirse con la ideología de quienes promueven una espiritualidad sin cruz. La llegada del reino de Dios reclama la urgencia de la conversión y la fe. Dios educó a su pueblo a través del camino de desierto. Se trata de formar personas recias, mansas y humildes de corazón.

La conversión y la fe reclaman poner en camino hacia Jesús y acoger su mensaje de paz, cosa que no habían hecho las ciudades impenitentes. También implica cargar con el yugo de Jesús, esto es, con su palabra de vida, verdad y libertad. «Mi yugo es ligero». Su palabra es fuente de dicha presente y futura. Para ello hay que aprender a conducirse en la historia de acuerdo con el corazón manso y humilde del propio Jesús.

La escena del prendimiento de Jesús por la turba, a cuya cabeza iba su discípulo Judas, permite admirar la ternura y fortaleza del corazón manso y humilde del Maestro, de su amor al Padre y los hombres, a fin llevar a cabo su designio de salvación.

Todavía estaba hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: «Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?». Viendo los que estaban con él lo que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?». Y uno de ellos hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Jesús intervino, diciendo: «Dejadlo, basta». Y, tocándole la oreja, lo curó. Jesús dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que habían venido contra él: «¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de un bandido? Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis. Pero esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas». (Lc 22, 47-53; Mt 26, 47-56; Mc 14, 43-52; Jn 18, 3-11)

En Jesús la mansedumbre y la invitación a caminar en la verdad van siempre de la mano. Él no fue enviado a juzgar y condenar, sino a salvar. A todos ofrece la posibilidad de actuar de acuerdo con la verdad; pero no la impone como no acepta ser defendido por la espada. Pedro, como nosotros, estaba lejos de comprender. En este horizonte pascual resuena original y novedosa la afirmación de Jesús: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra», esto es, el reino de Dios.

III.- BIENAVENTURADOS LOS MANSOS

Los discípulos, como acabamos de ver, estamos llamados a aprender de Jesús su humildad y mansedumbre de corazón. Sin ellas no hay verdaderos «pobres en el espíritu» ni, por tanto, verdaderos discípulos. No es lo mismo ser pobre y austero. La mansedumbre y la humildad trazan la senda de los verdaderos anawim. Zacarías, Isabel, María, José, Simeón, Ana… etc. no dejan de cantar la alegría de la salvación de Dios en Jesús.

La mansedumbre y la humildad de Jesús es un verdadero don de Dios para el creyente. Don y tarea, pues el discípulo está llamado a modelar su corazón de acuerdo con el corazón mismo de Cristo. El corazón manso renuncia a la violencia del fuerte y poderoso. Pone toda su confianza y esperanza en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Es apacible, pero valiente con la parresía propia de quien está realmente animado por el Espíritu Santo. La parresía y la mansedumbre es obra del Espíritu de la verdad y santidad en quien se deja modelar por él.

Los «mansos», por tanto, son personas animadas por la fortaleza del Espíritu. Nada que ver con esa clase de personas apáticas, indiferentes, tímidas y estoicas. Los mansos renuncian a la violencia de los grandes y poderosos del mundo; pero viven «otra violencia». A esta violencia se refiere Jesús cuando dice: «Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán». (Lc 13, 24) Y conociendo el corazón de los que le escuchaban, el Señor argüía: «La Ley y los Profetas llegan hasta Juan; desde entonces se anuncia la buena noticia del reino de Dios y todos se esfuerzan por entrar en él». (Lc 16, 16) Mateo, en un texto que también admite esta interpretación entre otras, habla de hacerse violencia para entrar en el reino:

En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Los Profetas y la Ley han profetizado hasta que vino Juan; él es Elías, el que tenía que venir, con tal que queráis admitirlo. El que tenga oídos, que oiga. (Mt 11, 11-14)

En cualquier caso, los discípulos del reino de Dios estamos llamados o bien a hacernos violencia, para entrar en él, o bien a sufrir con corazón manso y humilde, como Jesús, la violencia de los que se oponen al reinado de Dios. Insisto la mansedumbre y la parresía son fruto del Espíritu Santo, tienen la misma fuente y no pueden aislarse.

Dado que Pablo es reconocido como paradigma de los llamados ser discípulos y apóstoles, contemplemos cómo vivió la mansedumbre y mesura de Cristo. Antes de su conversión, Saulo, llevado por la carne, actuaba como un fanático violento. Luego, una vez que Cristo  salió a su encuentro en el camino, aprendió día tras día a vivir, orar, predicar, y actuar de acuerdo con la mansedumbre e intrepidez del que se halla animado por el Espíritu:

Yo, Pablo, en persona, tan cobarde de cerca y tan valiente de lejos, os ruego por la mansedumbre y mesura de Cristo: os pido que me ahorréis tener que mostrarme valiente cuando esté entre vosotros, con la intrepidez con que pienso enfrentarme a esos
que opinan que nos comportamos según la carne. Pues, aunque procedemos como quien vive en la carne, no militamos según la carne, ya que las armas de nuestro combate no son carnales; es Dios quien les da la capacidad para derribar torreones; deshacemos sofismas y cualquier baluarte que se alce contra el conocimiento de Dios y reducimos los entendimientos a cautiverio para que se sometan a la obediencia de Cristo.
(2Cor 10, 1-5)

En el camino de Damasco, el Viviente le mostró: la violencia no edifica, antes destruye. El designio del Padre se realiza por la senda empinada de la mansedumbre y humildad. Y esto comporta la lucha con uno mismo, la lucha propia de la fe. La conversión del apóstol puede ser expresada en estos términos: el Pablo carnal, fanático y violento, vive y actúa tras ser alcanzado por el Resucitado a la luz del misterio Pascual, compartiendo la mansedumbre, humildad y mesura del Cordero inmolado, para ofrecer a todos la salvación de Dios. Por ello el apóstol escribía en su primera carta a la agitada comunidad de Corinto:

No os escribo esto para avergonzaros, sino para amonestaros. Porque os quiero como a hijos; ahora que estáis en Cristo tendréis mil tutores, pero padres no tenéis muchos; por medio del Evangelio soy yo quien os ha engendrado para Cristo Jesús. Así pues, os ruego que seáis imitadores míos. Por ello os he enviado a Timoteo, hijo mío querido y fiel en el Señor, el cual os recordará mis normas de conducta en Cristo Jesús, conforme las enseño por doquier en todas las iglesias. Pensando que yo no iré a visitaros, algunos se han engreído. Mas iré pronto a visitaros, si Dios quiere; y entonces conoceré no las palabras de los orgullosos, sino su poder; pues el reino de Dios no consiste en palabras sino en poder. ¿Qué queréis? ¿Que vaya a visitaros con un palo o con amor y espíritu de mansedumbre? (1Cor 4, 14-21)

El apóstol, iluminado por la experiencia del Señor resucitado de entre los muertos, no cesará de alentar la misma experiencia en sus colaboradores y comunidades. En este sentido resulta interesante releer algunos pasajes de los escritos paulinos:

Hermanos, incluso en el caso de que alguien sea sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidlo con espíritu de mansedumbre; pero vigílate a ti mismo, no sea que también tú seas tentado. Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. Pues si alguien cree ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Y que cada uno examine su propio comportamiento; el motivo de satisfacción lo tendrá entonces en sí mismo y no en relación con los otros. Pues cada cual carga con su propio fardo. (Gal 6, 1-5)

Así pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos. La Palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente. Cantad a Dios, dando gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados. Y todo lo que de palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él. (Col 3, 12-17)

Tú, en cambio, hombre de Dios, huye de estas cosas. Busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos. Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo,
 que, en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor y poder eterno. Amén. (1Tim 6, 11-16)

La manifestación de la gracia de Dios en Jesucristo nuestro Salvador y, por tanto, «el nuevo nacimiento», «la renovación del Espíritu Santo», nos está impeliendo a llevar ya «desde ahora una vida sobria, justa y piadosa, aguardando la dicha que esperamos». (Cf. Tit 2, 11-15; 3, 1-7) La fuerza de las bienaventuranzas transfigura el mundo transfigurándonos en nuevas criaturas.

Con unas u otras palabras, todos los escritos apostólicos recuerdan cómo la comunidad de los discípulos del Crucificado está llamada a compartir el camino del Cordero inmolado por nuestra salvación, aprendiendo de él la mansedumbre y humildad de corazón. Basta citar un conocido texto de la primera carta de san Pedro. En ella se estimula a la comunidad de los creyentes a dar explicación con valentía a cuantos pidan razón de la esperanza, que le anima a estar y actuar en el mundo, sin tener miedo de ser un signo de contradicción.

¿Quién os va a tratar mal si vuestro empeño es el bien? Pero si, además, tuvierais que sufrir por causa de la justicia, bienaventurados vosotros. Ahora bien, no les tengáis miedo ni os amedrentéis. Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo. Pues es mejor sufrir haciendo el bien, si así lo quiere Dios, que sufrir haciendo el mal. Porque también Cristo sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conduciros a Dios. Muerto en la carne pero vivificado en el Espíritu; (1P 3, 13-18)

La mansedumbre, fruto del Espíritu, no debe equipararse, vuelvo a insistir, con un temperamento apacible y agradable. Ella está fundada en Cristo y, como vemos en Jesús y en el Apóstol de las gentes, va acompañada de una gran audacia para dar testimonio de la Verdad. Así como el poder de Dios se muestra perfecto en la «debilidad» del apóstol, en la mansedumbre se muestra la fuerza del amor y bondad inaudita de Dios revelada en el corazón manso y humilde de Cristo, que invita a ir a él a cuantos están cansados y agobiados.

IV.- LA MANSEDUMBRE Y LA SECULARIDAD CONSAGRADA

1.- Una existencia de aprendiz.

El mandato de Jesús a los suyos es claro: «Aprended de mí». Mandato que perdura a lo largo de toda la vida. No se trata simplemente de aprender cosas y doctrinas, de tener unas ciertas actitudes, sino entrar en comunión de vida, misión y destino con Alguien.

La mansedumbre, como se desprende del recorrido por la Escritura, forma parte de la constelación del amor, fruto del Espíritu Santo (cf. Gal 5, 23). Jesús nos invita a todos los que andamos y cansados a ir a él, aprendiendo de su corazón manso y humilde, para cargar con su yugo ligero. Un yugo de amor y plenitud. Un yugo, que tanto en el éxito como en el fracaso, lo vivimos en su escuela, dando gracias a Dios Padre, que ha tenido a bien revelarnos a su Hijo y darnos su Espíritu.

Jesús nos dice, por tanto, sois bienaventurados en la medida que mi mansedumbre y humildad de corazón va modelando vuestro corazón. En el silencio de la oración, en el estudio de las Escrituras, en la celebración litúrgica, en el encuentro con las personas, y en la vida fraterna, cultivaremos el carisma sacerdotal, si vamos contemplando y sintonizando nuestro corazón con el corazón de Cristo, animado por el insondable amor del Padre por el mundo. El discípulo del Evangelio vive en una actitud permanente de aprendizaje y escucha del Maestro. Entrar en la escuela del corazón de Cristo nos capacita y fortalece para llevar adelante la transfiguración del mundo a través de la propia transfiguración. No estamos ante una simple cuestión sicológica, sino ante el dinamismo de la fe.

2.- Mansedumbre y edificación de la comunidad.

Somos testigos del Evangelio en comunidad. La Iglesia, el pueblo de Dios, es sacramento universal de salvación. No basta el testimonio individual. Y si el testimonio personal no se inserta en el testimonio eclesial, esto es, en la comunión eclesial, pronto aparece el riesgo del sectarismo y aún de la herejía o el cisma. Sin la mansedumbre y humildad del corazón no se edifica la civilización del amor, la verdadera revolución que Cristo introdujo en el mundo, al que fue enviado por el Padre en el Espíritu Santo.

En los escritos paulinos constatamos ya las dificultades de las primeras comunidades, para avanzar de acuerdo con la bienaventuranza de los mansos. Ahora bien, para edificar una auténtica fraternidad, tanto en el pueblo de Dios, como en la sociedad civil, es preciso el aprendizaje de una real y auténtica corrección fraterna. Ahora bien, para ello es necesario un espíritu de mansedumbre y humildad, una auténtica caridad. He aquí una muestra de lo que se dice en el Nuevo Testamento en orden a corregir con dulzura y verdad.

No seamos vanidosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros. Hermanos, incluso en el caso de que alguien sea sorprendido en alguna falta, vosotros, los espirituales, corregidlo con espíritu de mansedumbre; pero vigílate a ti mismo, no sea que también tú seas tentado. Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo. Pues si alguien cree ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Y que cada uno examine su propio comportamiento; el motivo de satisfacción lo tendrá entonces en sí mismo y no en relación con los otros. Pues cada cual carga con su propio fardo. (Gal 5, 26-6, 5)

Así, pues, yo, el prisionero en el Señor, os ruego que andéis, como pide la vocación a la que habéis sido convocados, con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sufriéndoos los unos a los otros con caridad, mostrándoos solícitos por mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo. Un Dios, Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos. (Ef 4, 1-6)

Huye de las pasiones juveniles. Busca la justicia, la fe, el amor, la paz junto con los que invocan al Señor con corazón limpio. Rehúye las cuestiones necias y estúpidas, sabiendo que acaban en peleas; y uno que sirve al Señor (EL SIERVO DEL SEÑOR) no debe pelearse, sino ser amable (MANSUETUM, manso) con todos, hábil para enseñar, sufrido, capaz de corregir con dulzura a quienes sostienen doctrinas contrarias, por si Dios les concede la conversión que lleva al conocimiento de la verdad y vuelven en sí, escapando del lazo del diablo, que los tiene cautivos, para hacer su voluntad. (2Tim 2, 22-26)

Jesús corregía a la comunidad de sus discípulos con corazón manso y humilde, con amor y paciencia. Pablo lo hacía con sus comunidades y las invitaba a hacer los mismo entre sus miembros. La corrección fraterna es de todo punto necesaria. Es gracia hacerlo con corazón manso y humilde. Pero quiero añadir una pequeña advertencia. La corrección debe hacerse sobre algo esencial, evitando ser puntilloso, atosigar a los demás, caer en el perfeccionismo, dar lecciones, mostrar que sabemos y somos más que los demás… etc. ¡Mansedumbre y bondad son indisociables! En el libro del Eclesiástico encontramos este elogio de la mujer que habla con dulzura, esto es, con mansedumbre. «Si en su lengua hay bondad y dulzura, su marido ya no es como los demás hombres» (Eclo 36, 23; cf. 1P 3, 1-7)

3.- Mansedumbre y defensa de la justicia

Ya he insistido: el «manso» de acuerdo con el corazón de Jesús está en todo momento por la verdad y la justicia. Puesto que la mansedumbre forma parte de la constelación del amor, fruto del Espíritu, ella nos traza la forma de practicar la justicia y combatir la iniquidad. Es un punto importante para vivir la secularidad consagrada y formar a los laicos en la «caridad y fortaleza política», tal como enseñó el Concilio Vaticano II.

La persona realmente sabia actúa con mansedumbre y dulzura, frente al que actúa con amargura y rivalidad, al margen de la verdad.

¿Quién de vosotros es sabio y experto? Que muestre sus obras como fruto de la buena conducta, con la delicadeza (mansedumbre) propia de la sabiduría. Pero si en vuestro corazón tenéis envidia amarga y rivalidad, no presumáis, mintiendo contra la verdad. Esa no es la sabiduría que baja de lo alto, sino la terrena, animal y diabólica. Pues donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz. (Sant 3, 13-18)

El que es sabio, esto es, temeroso y dócil a Dios, como enseña el Antiguo Testamento, cultivará una especial mansedumbre con relación a todas las personas, pero de modo especial con los débiles, vulnerables y desvalidos.

Inclina tu oído hacia el pobre, y respóndele con suaves palabras de paz. Arranca al oprimido de la mano del opresor, y no seas débil cuando hagas justicia. Sé como un padre para los huérfanos y como un marido para su madre. Así serás como un hijo del Altísimo, y él te amará más que tu madre. (Eclo 4, 8-10)

Nuestra lucha por la justicia, por tanto, no puede ser otra que la llevada a cabo en el amor manso y humilde, si queremos vivirla en comunión con el corazón manso y humilde del Señor. Así lo ha afirmado el apóstol Pablo de formas diferentes. Pensemos por ejemplo en las características del verdadero agapé.

El amor  (agapé, caritas) es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. (1Cor 13, 4-7)

La mansedumbre y dulzura debe acompañarnos en la persecución. Es la forma de ratificar que el yugo del Señor es suave y ligero, puesto que es el del amor a Dios y en él a los hermanos. Así lo afirma la primera carta del apóstol Pedro:

¿Quién os va a tratar mal si vuestro empeño es el bien? Pero si, además, tuvierais que sufrir por causa de la justicia, bienaventurados vosotros. Ahora bien, no les tengáis miedo ni os amedrentéis. Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo. (1P 3, 13-16)

Podemos concluir estas reflexiones con las palabras dirigidas por Pablo a su colaborador Timoteo: Tú, hombre de Dios, «busca la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la mansedumbre. Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos». (1Tim 6, 11-12) Y a los filipenses les decía: «Alegraos en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra mesura la conozca todo el mundo. El Señor está cerca». (Flp 4, 4-5)

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6. BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS

BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. (Mt 5, 7)

Antes de centrarme en la bienaventuranza de los misericordiosos, he creído oportuno hacer algunas observaciones. San Lucas, «el evangelista de la misericordia», a diferencia de san Mateo, no formula de forma explicita esta bienaventuranza; pero después de presentar las bienaventuranzas y el imperativo de amar a los enemigos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos», (6, 35) Jesús pide a cuantos quieran «ser hijos del Altísimo»:

Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
(Lc 6, 36-38)

Puede decirse que el contenido de la bienaventuranza es presentado por Lucas como un imperativo filial para los discípulos del reino de Dios. Traza así el perfil auténtico de los misericordiosos como auténticos imitadores del Padre. Lo mismo explicita san Mateo  en el Sermón del Monte bajo la perspectiva de la perfección filial del amor. Tras urgir a los discípulos del reino de Dios a vivir una justicia mayor que la de los escribas, fariseos y gentiles, Jesús precisa: «Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo” y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». (Mt 5, 20-48) La misericordia, la propia de Dios, es bienaventuranza e imperativo a un tiempo. Nada que ver con las ideologías del buenísimo.

Una segunda observación. Dios, como recuerda el segundo relato de la creación, plantó un jardín en Edén, hacia Oriente, y colocó en él al hombre que «había modelado» del polvo del suelo y en el que «insufló en su nariz aliento de vida; y el hombre se convirtió en ser vivo». El ser humano, por tanto, recibe la vida y el jardín que Dios le había preparado. Dios lo bendice y le encomienda cuidar de la creación. El amor divino confiere al hombre vocación y misión. Pero éste, engañado por la serpiente, sucumbe al poder del pecado. Dios no le retira su vocación y misión, pero está obligado a vivir tanto su vocación como su misión fuera del jardín. Y, por otra parte, en la sentencia de Dios contra la serpiente, la puerta de la esperanza estaba ya abierta. El amor se revela, a un tiempo, como justicia y misericordia.

El Señor Dios dijo a la serpiente: «Por haber hecho eso, maldita tú entre todo el ganado y todas las fieras del campo; te arrastrarás sobre el vientre y comerás polvo toda tu vida; pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón». (Gen 3, 14-15)

En la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, para darnos la posibilidad de vencer el poder del pecado. Así lo celebra la Iglesia católica el día de la Inmaculada. Ahora bien la victoria de la misericordia divina, del amor misericordioso de Dios, en modo alguno dispensa a la humanidad de avanzar, ahora de forma dolorosa, de acuerdo con el plan que Dios Padre creador estableció.

Los pobres, los mansos, los afligidos, los hambrientos y sedientos de justicia y los misericordiosos encuentran su paradigma en el Unigénito, enviado por el Padre en una carne semejante a la del pecado. Él es la puerta y el camino hacia la vida eterna. Jesús, el buen pastor, nos sigue diciendo:

Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante. Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas (Jn 10, 9-11)

El Hijo fue enviado por el Padre, para abrirnos la senda de la salvación; pero no exime al ser humano de llevar a cabo, con libertad y responsabilidad, su vocación y misión. La fe en él nos da la posibilidad de vivir como hijos. Él es el Salvador. Él es el camino, para andar en la verdad que libera y da acceso a la vida eterna. Él es la encarnación filial del amor misericordioso, que estamos llamados a vivir si queremos alcanzar misericordia. El que nos creó sin nosotros, no nos salvará sin nosotros. Él nos libera para la libertad, pues la libertad es nuestra vocación; y para llevarla a cabo nos da el Espíritu por el camino de la obediencia filial.

En consecuencia, Jesús de Nazaret, si estoy en lo justo, no fue enviado para solucionar los problemas de la humanidad, llamada a recibir el don de la tierra, cuidar de ella y cultivarla, sino para darnos la posibilidad de llevar a cabo nuestra vocación y misión en el mundo como hijos del Padre misericordioso, como personas filiales y fraternas. Dios modeló al hombre del polvo de la tierra, lo hizo un ser viviente y le mandó cultivar su creación.

Después de estas pequeñas observaciones, tratemos ahora de concretar un poco el sentido de la bienaventuranza de los misericordiosos.

I.- EL MISERICORDIOSO Y LOS MISERICORDIOSOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La fe de Israel confiesa al Dios creador como el Dios salvador de la alianza. Un Dios justo, fiel y misericordioso, que por amor se apegó a Israel por amor, siendo como era un pueblo insignificante y de dura cerviz (cf. Dt 7, 6-8). En el momento de la ratificación de la alianza, Moisés pronuncia el nombre del Señor y éste se revela, se auto-proclama, como el Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y fidelidad:

El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad, que mantiene la clemencia hasta la milésima generación, que perdona la culpa, el delito y el pecado, pero no los deja impunes y castiga la culpa de los padres en los hijos y nietos, hasta la tercera y cuarta generación». Moisés al momento se inclinó y se postró en tierra. Y le dijo: «Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque es un pueblo de dura cerviz; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya». (Ex 34, 5-9)

Cada página de la historia del pueblo de las alianzas está como entretejida por la justicia y la misericordia del Dios fiel y salvador. La santidad de Dios se da a conocer en sus entrañas de misericordia. El profeta Oseas lo expresa de forma maravillosa:

Mi pueblo está sujeto a su apostasía. También claman hacia lo alto pero el ídolo no puede salvarlos. ¿Cómo podría abandonarte, Efraín, entregarte, Israel? ¿Podría entregarte, como a Admá, tratarte como a Seboyín? Mi corazón está perturbado, se conmueven mis entrañas. No actuaré en el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, y no hombre; santo en medio de vosotros, y no me dejo llevar por la ira. (Os 11, 7-9)

Ante la imposibilidad en esta meditación de recorrer las diferentes páginas de la historia de Israel, marcadas todas ellas por el amor, la justicia, la misericordia y fidelidad del Dios de la alianza, me limitaré a evocar el cántico de María, la representante de los anawim, y de Zacarías que profetizó en el Espíritu Santo. Estos cánticos, con los que oramos mañana y tarde en la Iglesia, condesan de forma admirable la oración del salmista. El evangelista Lucas recoge así de forma admirable el concepto de la HESED del Antiguo Testamento en su significado original del Dios fiel, clemente y compasivo. Para ello basta que coloquemos en paralelo el texto del Magníficat y del Benedictus con los salmos evocados.

Porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: su nombre es santo,
 y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
(Lc 1, 49-50) Pero la misericordia del Señor dura desde siempre y por siempre, para aquellos que lo temen; su justicia pasa de hijos a nietos: para los que guardan la alianza y recitan y cumplen sus mandatos.
(Sal 103, 17-18)
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
—como lo había prometido a nuestros padres— en favor de Abrahán y su descendencia por siempre 
(vv. 54-55) El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia.  Se acordó de su misericordia y su fidelidad en favor de la casa de Israel. (Sal 98, 2-3) De día el Señor me hará misericordia, de noche cantaré la alabanza, la oración al Dios de mi vida. (41, 9)
Es la salvación que nos libra de nuestros enemigos y de la mano de todos los que realizando la misericordia que tuvo con nuestros padres, recordando su santa alianza
y el juramento que juró a nuestro padre Abrahán para concedernos
que, libres de temor, arrancados de la mano de los enemigos, le sirvamos con santidad y justicia, en su presencia, todos nuestros días
(vv. 71-74) El Señor es nuestro Dios, él gobierna toda la tierra. Se acuerda de su alianza eternamente, de la palabra dada, por mil generaciones; de la alianza sellada con Abrahán, del juramento hecho a Isaac. 
(Sal 105, 8-9)

 

 

 

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto,
 para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
(vv.78-79) ¡Levántate y resplandece, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Las tinieblas cubren la tierra, la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor y su gloria se verá sobre ti. Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora. (Is 60, 1-3)

La misericordia de Dios es fuente de alegría para el pueblo. Así lo pone de relieve el evangelista: «A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo. Se enteraron su vecinos y parientes de que el Señor le había hecho una gran misericordia, y se alegraban con ella». (Lc 1, 57-58) La misericordia es la expresión de la justicia y del amor fiel y omnipotente de Dios. Y esto acontece de modo singularmente luminoso en el misterio de la encarnación del Hijo por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María.

En el salmo 23 (22) el orante canta: «El Señor es mi pastor, nada me falta…» y concluye. «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin término». En el salmo 102 (101) Israel suplica, con sencillez y libertad: «Señor, escucha mi oración, que mi grito llegue hasta ti… Levántate y ten misericordia de Sión, que ya es hora y tiempo de misericordia». (v. 1 y 14) En otros salmos el pueblo de la alianza pide justicia o paz. El Mesías aportará justicia a los pobres, paz y conocimiento de Dios.

Si el pueblo pobre y humilde, como Israel se ve al compararse con las grandes potencias de este mundo, goza de la misericordia y bondad del Dios de la alianza, debe, por tanto, ejercer esa misma misericordia con relación a los pobres, viudas, huérfanos y extranjeros, que habitan en él. La compasión y misericordia con los desvalidos se convierte así en una cuestión de justicia. Puesto que el «Dios justo» se ha revelado misericordioso con el pueblo pobre y de dura cerviz, su justicia obliga a ser compasivo y misericordioso con los indigentes y necesitados. Los LXX traducen, traducen el término hebreo SEDAQA (justicia) con términos como ELEEMOSYNE (COMPASIÓN, BENFICIENCIA, LIMOSNA) ELEEMON (MISERICORDIOSO, COMPASIVO). La justicia y la clemencia de Dios son indisociables.

La bondad de Dios (HESED) exige de los miembros del pueblo de la alianza ser misericordioso con los necesitados. Para el profeta Oseas conocer a Dios y ser misericordioso es indisociable. «Vamos, volvamos al Señor… Procuremos conocer al Señor… Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos. Mas ellos, cual Adán, trasgredieron la alianza, así me fueron infieles». (Os 6, 1-7) La justicia de Dios no puede separarse de la compasión y justicia con los pobres y oprimidos, como recuerda el texto del profeta Isaías que releemos todos los años en el tiempo de Cuaresma. (cf. Is 49, 6-12)

En una palabra, la práctica de la justicia, la bondad con el prójimo y la humildad con Dios, es lo que agrada a Dios; y no los sacrificios. «Hombre, se te ha hecho saber lo que es bueno, lo que el Señor quiere de ti: tan solo practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con tu Dios».
(Miq 6, 8)

II.- LAS ENTRAÑAS COMPASIVAS DEL HIJO

Al desembarcar, Jesús vio una multitud y se compadeció entrañablemente de ella (MISERTUS EST), porque andaban como ovejas que no tienen pastor; y se puso a enseñarles muchas cosas. (Mc 6, 34; Mt 14, 14; )

Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia. Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas (se le enternecieron las entrañas, MISERTUS EST), porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».
(Mt 9, 35-38)

Jesús sentía compasión por la gente (Mt 15, 32), por las muchedumbres, revelándose así como el verdadero pastor mesiánico. Sus entrañas eran la manifestación de las entrañas del Dios de los profetas, tal como acabamos de ver en Oseas: «Mi corazón está turbado, se conmueven mis entrañas». Subrayemos que se trata de un pueblo con querencia de apostasía, de un pueblo abandonado y desorientado por los pastores. No nos quedemos, como sucede en ocasiones, en las gentes faltas del pan material. Jesús vino a buscar, ante todo, lo que estaba perdido. Él hace presente en la historia las entrañas misericordiosas del Padre.

Fue ungido y enviado a evangelizar a los pobres, a llamar a los pecadores. Cuando le acusaban de compartir la mesa de los pecadores, Jesús respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino pecadores». (Mc 3, 17) «Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». (Lc 19, 10) Jesús narra la parábola del Padre y de los dos hijos, para responder a la acusación de los fariseos y escribas (cf. Lc 15, 1ss). Estos no le acusaban de atender a los pobres materiales, sino de «confraternizar» con los pecadores, comiendo y bebiendo con ellos. Los evangelistas no se limitan al lenguaje propio de los sociólogos, esto es, a la oposición pobres y ricos, sino que hablan también de justos y pecadores, de publicanos y prostitutas, de samaritanos, de niños… etc. Jesús, el buen Pastor, va detrás de las ovejas descarriadas, para reconducirlas hacia el Padre. Es el buen Pastor para todos. Su corazón está abierto a todos.

Las entrañas de Jesús se conmovían ante el sufrimiento de las muchedumbres y personas. Al ver llorar a la viuda de Naín por la muerte de hijo único, «se compadeció de ella y le dijo: “No llores”» (Lc 7, 13) El ciego de Jericó, al oír que pasaba Jesús, gritaba con insistencia, sin dejarse intimidar por la muchedumbre: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». (Mc 10, 47.48 cf. Mt 20, 30-31) Así lo hizo también la mujer cananea que «se puso a gritarle: Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo”». (Mt 15, 22) La suplica del padre del lunático es igualmente significativa: «Señor, ten compasión de mi hijo que es lunático y sufre mucho». (Mt 17, 15) Las entrañas de Jesús se conmueven y dan respuesta al grito de los necesitados de curación y perdón; pero sin dejar de interrogar e invitar a la conversión a unos y otros. El anuncio del reino de Dios postula siempre conversión y fe.

En una palabra, Jesús, con palabras y abras, proclama «el evangelio de la misericordia entrañable de Dios», tal como lo había anunciado el Espíritu Santo por boca de Zacarías. Lucas, a lo largo de su evangelio, lo pone de relieve a través de múltiples parábolas. Jesús, movido por la misericordia instruía y curaba toda dolencia, invitando a la conversión. Él intercede para que se nos dé, como a la higuera, una nueva oportunidad.

Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”». (Lc 13, 6-9)

Además de los evangelios, los otros escritos apostólicos no cesan de proclamar cómo en Jesús se ha revelado «el Padre de las misericordias». «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo…!» (2Cor 1, 3) En continuidad con el Antiguo Testamento, Santiago afirma: «El Señor es compasivo y misericordioso» (Sant 5, 11) Las afirmaciones apostólicas, se enraízan en la propia experiencia. Por la misericordia del Señor Pablo es apóstol, permanece fiel y es un signo para los demás:

Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio, a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe;
 sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. (1Tim 1, 12-17; cf. 2Cor 4, 1; 1Cor 7, 25)

A partir de su experiencia y de su penetración a la luz de la Pascua en las Escrituras, Pablo anima a todos a acoger la misericordia de Dios. El saludo de las cartas a Timoteo concluye: «gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro». Para el apóstol, la misericordia de Dios alcanza a gentiles y judíos, aun cuando a través de una historia dramática. He aquí como concluía la parte más doctrinal de su carta a los Romanos.

Pues no quiero que ignoréis, hermanos, este misterio, para que no os engriáis: el endurecimiento de una parte de Israel ha sucedido hasta que llegue a entrar la totalidad de los gentiles y así todo Israel será salvo, como está escrito: Llegará de Sión el Libertador; alejará los crímenes de Jacob; y esta será la alianza que haré con ellos cuando perdone sus pecados. Según el Evangelio, son enemigos y ello ha revertido en beneficio vuestro; pero según la elección, son objeto de amor en atención a los padres, pues los dones y la llamada de Dios son irrevocables. En efecto, así como vosotros, en otro tiempo, desobedecisteis a Dios, pero ahora habéis obtenido misericordia por la desobediencia de ellos, así también estos han desobedecido ahora con ocasión de la misericordia que se os ha otorgado a vosotros, para que también ellos alcancen ahora misericordia. Pues Dios nos encerró a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos.

¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! En efecto, ¿quién conoció la mente del Señor? O ¿quién fue su consejero? O ¿quién le ha dado primero para tener derecho a la recompensa? Porque de él, por él y para él existe todo. A él la gloria por los siglos. Amén. (Rom 11, 25-36)

La carta a los Hebreos, presentando a Jesús como «sumo sacerdote misericordioso y fiel» evoca el camino de la misericordia que supera todo lo que la humanidad podía pensar e imaginar. Su compasión le llevó a hacerse en todo semejante a nosotros menos en el pecado.  La misericordia divina alcanza su máxima expresión salvífica en el sacrificio del Hijo.

Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo. Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados. (Hb 2, 17-18)

Esta afirmación nos introduce en la hondura de la paradoja divina. En efecto, Dios, por el profeta, nos había dicho: «Quiero misericordia y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos». Ahora el Hijo, enviado en la carne, se ofrece para expiar los pecados del pueblo. ¡Qué importante para vivir a fondo nuestro carisma sacerdotal! En la cruz, Jesús pide al Padre perdón por los que le ejecutan. «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». (Lc 23, 34) Desde el inicio de su vida se había conducido de acuerdo con la oración del salmista:

Primero dice: Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias, que se ofrecen según la ley. Después añade: He aquí que vengo para hacer tu voluntad. Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre. (Hb 10, 8-10)

El sacerdocio de Jesucristo, en efecto, acontece en el hecho de ofrecerse en el Espíritu eterno (cf. Hb 9, 14)  como víctima de expiación por nuestros pecados. Estamos en el misterio del amor insondable de nuestro Dios, manantial de su entrañable misericordia. Esta no se reduce a un simple perdón, pues se revela y consuma en la Pascua luminosa del Hijo y en el don del Espíritu Santo. Su misericordia alcanza a la humanidad entera. Es el Salvador de todos. Misión   de la Iglesia es ofrecer esta misericordia a cuantos andan como ovejas sin pastor.

III.- FUERZA DE LA MISERICORDIA Y TRANSFIGURACIÓN DEL MUNDO

Quien hace la experiencia de la misericordia divina, de su ternura y fidelidad, vivirá gozoso, agradecido y confiado en medio de turbulencias propias de la existencia, de la misión y de la misma vida evangélica. Así lo atestigua la experiencia de los anawim, de los pobres del Señor. Partícipes «de la entrañable misericordia de nuestro Dios», como cantamos por la mañana en el Benedictus,  estamos llamados a servirle «con santidad y justicia, en su  presencia, todos nuestros días». Con la fuerza del amor fiel y misericordioso del Señor, estamos llamados a transformar el mundo desde dentro. La oración de san Francisco de Asís, aunque no use explícitamente el término misericordia ofrece el camino a seguir:

¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría

¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.

 

 

Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.

La fuerza de los misericordiosos es la propia del agapé, del amor o caridad divina. Amor que se reveló en la creación y a lo largo de la historia de la salvación, alcanzando su cima al resucitar a Jesús como primicia de entre los muertos. El apóstol, en la carta a los Efesios, no cesa de dar gracias a Dios por «la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo». (Ef 1, 15-22)

1.- La misericordia, pilar de la vida fraterna y comunitaria

El capítulo dieciocho del evangelio según san Mateo trata de la comunidad del reino de Dios. Jesús comienza diciendo que es preciso hacerse pequeño, como un niño, para ser grande el en el reino de los cielos. Luego habla de la gravedad de escandalizar a uno los pequeños que creen en él. A continuación narra cómo el pastor sale en busca de la oveja perdida, pues el Padre que está en los cielos no quiere que se pierda ninguno de ellos. Por último el Señor nos dice cómo ha de ser vivida la corrección fraterna y el perdón en la comunidad, sabiendo que el Señor está en medio de los que se reúnen en su nombre.

Al escuchar la novedad de las palabras de Jesús, Pedro pregunta: «Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?» Todos conocemos la respuesta del Maestro: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete».

A continuación Jesús añade: «Por esto se parece el reino de los cielos…», y cuenta la parábola del perdón y la misericordia del rey que ajusta la cuentas con sus criados. El rey perdona al siervo incapaz de pagara la deuda; pero el siervo no perdona la insignificante deuda del consiervo. Y esto provoca la reacción de los demás siervos y la reacción airada del rey. La parábola, bien conocida de todos nosotros, concluye con esta sentencia: «Lo mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si cada cual no perdona de corazón a su hermano». Los «discípulos» han de vivir de acuerdo con la misericordia y el perdón que ha mostrado el Señor al perdonarnos nuestra deuda. Quien no lo hace así es un «siervo malvado». Estamos ante la originalidad y novedad de la comunidad de los discípulos del reino de Dios.

El perdón y la misericordia son claves en la comunidad fraterna y eclesial. De otra forma pierde su fuerza evangelizadora, ya que es infiel al ministerio de reconciliación que se le ha confiado. San Pablo recordaba a la comunidad de Corinto:

Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo.
 Todo procede de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Porque Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirles cuenta de sus pecados, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. (2Cor 5, 17-19)

Los roces y conflictos en la comunidad, en los equipos, existirán siempre. La gran cuestión es cómo cómo vivirlos. La misericordia del Señor nos ofrece a todos una nueva oportunidad para avanzar en la libertad. Consciente de ello, somos bienaventurados, si también nosotros lo hacemos con nuestros hermanos. Así seremos signos e instrumentos de reconciliación en el mundo y en la Iglesia, de la llegada del reino de Dios.

2.- La misericordia y la edificación de la sociedad

El carisma de la secularidad consagrada no puede perder de vista la plena realización del reino de Dios en la historia. Por ello misión suya es contribuir para que la sociedad humana se organice y desarrolle de acuerdo con el designio de Dios creador y salvador. Dios ama el mundo y en su misericordia le ofrece incesantemente una nueva oportunidad. No es el cúmulo de leyes lo que salvará a nuestra sociedad, sino el amor, fuente de justicia y misericordia, del perdón que justifica y recrea. Cuanto más misericordiosos seamos los hombres, menos leyes serán necesarias. Este es un punto muy importante, para cultivar convenientemente el carisma que el Espíritu nos ha regalado, para ser signo e instrumento del reino de Dios en la historia, para transformar el mundo y sus estructuras desde dentro.

Ante la antropología jurídica y autista, que prevalece en la cultura de nuestro tiempo, marcada por ciertas corrientes del pensamiento sicológico y sociológico, es preciso implicarse en el desarrollo de una antropología del amor y la alteridad, del «nosotros» y no tanto del «yo», de la misericordia y el perdón frente «al peso de la ley». Las leyes suelen responder, por otra parte, a los intereses de quienes detectan la fuerza y el poder en la sociedad. En la dinámica de los derechos y obligaciones, los listos y los fuertes tienden a imponerse. El que lucha por acoger, cultivar y desarrollar del reino de Dios, que se hizo presente en el Verbo encarnado, sabe avanzar con entrañas de misericordia, las propias del corazón animado por el amor. No lo hace de forma ingenua, pues sabe que el perdón y la corrección fraterna son inseparables. No lo hace como juez, pues el Señor del campo le pide paciencia. El trigo y la cizaña crecerán juntos hasta el final de los tiempos. Pero el misericordioso, animado por la misericordia divina, cree y espera que «los ciudadanos del reino», que es la buena semilla, triunfarán. «Entonces los justos brillarán como el son en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga». (cf. Mt 13, 24-30.36-43) La bienaventuranza de los misericordiosos, por tanto, se enraíza en la inteligencia y vivencia del amor divino, en su paciencia y misericordia. Es nuestra fuerza para transfigurar el mundo.

3.- Educarnos y educar para la misericordia y el perdón

En la misericordia vivida por el Hijo enviado por el Padre, confluyen la compasión, la verdad, la ternura y la llamada a la conversión. Tal es el corazón compasivo y fiel de Cristo. En su contemplación estamos llamados a educarnos y educar. Contemplemos un momento la escena de Jesús y la adultera, inserta en el capítulo ocho del evangelio según san Juan.

Jesús enseña en el templo. Los escribas y fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio. Y estos, para comprometerlo y acusarlo, le preguntan si está de acuerdo o no con la ley. Jesús responde: el que esté sin pecado tire la primera piedra. Y todos se escabulleron empezando por los viejos. Así se quedan solos Jesús y la mujer. San Agustín comenta: «RELICTI SUNT DUO, MISERA ET MISERICORDIA (MISEREROR-CORDIS)». «Jesús se incorporó y le preguntó: ”Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». Saquemos algunas conclusiones de este dialogo entre Jesús y la mujer, pues en él se nos dan las claves de una verdadera educación en la misericordia divina, que estamos llamados a testimoniar en el mundo.

Frente al corazón endurecido de quien actúa simplemente desde la ley, Jesús nos enseña a actuar de acuerdo con un verdadero corazón misericordioso. Dios es infinita y eternamente misericordioso y así lo revela plenamente en su Hijo. Es el tiempo de la gracia. La misericordia divina, a diferencia de la aplicación de una ley sin entrañas, no condena. Ofrece un año de gracia. (Hablo del pecado y no tanto del delito del que se ha de defender la sociedad con los medios apropiados)

Jesús tampoco excusa a la mujer. La salva de los que se sitúan como sus jueces en nombre de la ley, pero la invita a la conversión. Jesús ni actúa como los leguleyos ni como los que tratan de exculpar del pecado. El Santo de Dios dice: «Tampoco yo te condeno». El que podía actuar como juez, perdona, para que el pecador inicie un nuevo camino de vida. Él fue enviado al mundo para proclamar la misericordia, para ser «heraldo» de la misericordia divina, del corazón amoroso y misericordioso del Padre.

Jesús despide a la pecadora con estas palabras: «Anda, y en adelante no peques más». La gracia y misericordia de Dios le son dada a la pecadora, para que en el futuro evite el pecado. Jesús ha venido para dar testimonio de la verdad. Él ha venido para liberar al pecador del poder del pecado y darle una nueva oportunidad. Jesús nos educa para que nos pongamos de nuevo en camino y seamos libres del poder del pecado. Nosotros, por tanto, estamos también llamados a educar en este camino maravilloso. No cortemos la higuera, cultivémosla para darle una nueva oportunidad y produzca fruto bueno y abundante. Proclamemos el evangelio, un año de gracia a los pobres y pecadores.

Aprendamos de Jesús a ser misericordiosos y seremos bienaventurados. Él acoge, perdona, pone en camino e invita a no pecar. Él es la luz del mundo. La verdad que nos hace libres. Así, a continuación de la escena que acabo de comentar, escuchamos a Jesús que proclama: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida». «Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad y la verdad os hará libres». «En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es esclavo. El esclavo no se queda en la casa para siempre, el hijo se queda para siempre. Y si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres». (8, 12.31.35s) El eco de estas palabras de Jesús resuena en la carta a los gálatas: «Para la libertad nos ha liberado Cristo… La fe actúa en el amor… Hermanos, habéis sido llamados a la libertad… El fruto del Espíritu es: amor… Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu». (Gal 5, 1-25)

En conclusión, bien podemos decir que somos bienaventurados en la medida que conocemos  y vivimos la misericordia en nuestra misera, en nuestra condición de pobres pecadores. Con plena confianza escuchemos al Papa san León Magno:

«La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad, y gozarás eternamente de aquello que es el objeto de tu amor». (Del sermón sobre las bienaventuranzas)

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7. BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN

BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN

 

Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8)

«¡Qué bueno es Dios para el justo, Dios para los limpios de corazón!» (Sal 73, 1)

Una vez más comprobamos que los términos de las bienaventuranzas está en clara continuidad con el vocabulario de los salmos. Por ello es interesante notar cómo Jesús da plenitud en la novedad a la fe orante de su pueblo. En efecto, la dicha del salmista, bien distinta a la del sabio griego, tiene su raíz en la fe, en la confianza personal en Dios y en el acatamiento de sus preceptos. «Dichoso el que, con vida intachable, camina en la ley del Señor; dichoso el que, guardando sus preceptos, lo busca de corazón; el que, sin cometer iniquidad, anda por sus senderos». (Sal 119 1-3)

El corazón en la perspectiva de la Biblia es la sede de la vida íntima de la persona: su pensamiento, su memoria, sus sentimientos, sus decisiones provienen del corazón. El salmista, tras recordar que Dios sondea el corazón, añade: «Mi escudo es Dios, que salva a los rectos de corazón». (Sal 7, 11) «Sálvanos, Señor, que se acaban los buenos, que desaparece la lealtad entre los hombres: no hacen más que mentir a su prójimo, hablan con labios embusteros y con doblez de corazón». (Sal 12, 2-3) El corazón del salmista puede estar apenado o alegre, según Dios se muestre a su pueblo. «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos… Que te agraden las palabras de mi boca, y llegue a tu presencia el meditar de mi corazón, Señor, Roca mía, Redentor mío». (Sal 19, 9.15) Así se habla del deseo del corazón de Dios y del deseo del corazón del rey (Sal 20 y 21). «El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos ni jura con engaño», (Sal 24, 4) es el que subirá al monte del Señor y estará en el recinto sacro.

El salmista pide también a Dios que ensanche su corazón, que sondee sus entrañas y su corazón. La seguridad del orante se halla realmente en la comunión con Dios: «Si un ejercito acampa contra mí, mi corazón no tiembla; si me declaran la guerra, me siento tranquilo… Oigo en mi corazón: “Buscad mi rostro”. Tu rostro buscaré, Señor» (Sal 27, 3.8) Para cerrar este breve recorrido por algunos salmos, he aquí una de las más preciosas invocaciones del salmista.

No me arrebates con los malvados ni con los malhechores, que hablan de paz con el prójimo, pero llevan la maldad en el corazón… Bendito el Señor, que escuchó mi voz suplicante;  el Señor es mi fuerza y mi escudo: en él confía mi corazón; me socorrió, y mi corazón se alegra y le canta agradecido. (Sal 28)

Los evangelistas usan el término corazón en la rica acepción de los salmos. Cito algunas expresiones bien conocidas de todos nosotros. Con María cantamos: «dispersa a los soberbios de corazón». Ella «conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Jesús se presenta «manso y humilde de corazón». En referencia al pueblo y los discípulos «De lo que rebosa el corazón habla la boca». «Estaba embotado el corazón de este pueblo». «Su corazón está lejos de mí». «La dureza de vuestro corazón». «Ha cegado sus ojos y endurecido sus corazones, para que no vean con sus ojos y entiendan con su corazón y se conviertan y yo los cure». «Amarás a Dios con todo tu corazón». «Del corazón del hombre, salen los pensamientos perversos…». «Y no duda en su corazón». La palabra de Dios ha de ser acogida «con corazón noble y generoso», para que dé fruto. «Donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón». «Meteos esto bien en el corazón» «Ya el diablo había suscitado en el corazón de Judas…». «No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí». «Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde». «La tristeza os ha llenado el corazón». «Y se alegrará vuestro corazón». «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?». «¿Por qué surgen dudas en vuestro corazón?».

Y así podríamos recorrer el resto de los escritos del Nuevo Testamento. La conclusión es clara y sencilla: El corazón es la sede de la vida íntima del ser humano: pensamiento, memoria, sentimientos, decisiones…etc. acontecen en el corazón. Dios, por una parte, ve el corazón, fuente de donde brota el exterior. «Pero el Señor dijo a Samuel: No te fijes en su apariencia ni en lo elevado de su estatura, porque lo he descartado. No se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, mas el Señor mira el corazón» (1Sam 16, 7) Y, por otra parte, Dios actúa en el corazón de unos y otros. «Con él se fueron los valientes a quienes Dios había tocado el corazón». (1Sam 10, 26) Dios cambia el corazón. En otros momentos endurece el corazón, como se recuerda en la historia de Faraón: Dios endurece su corazón de forma que primero no deja salir a sus esclavos y luego, una vez que los apremia a salir, los persigue y sus tropas perecen en el Mar rojo. El Señor, por otra parte, busca para su servicio a quien es según su corazón. Pero hagamos nuestro recorrido y contemplación, como hemos hecho en las otras meditaciones, para ahondar en el sentido de la bienaventuranza de los limpios de corazón que nos ofrece la posibilidad de ver a Dios, de llegar a nuestra plena unión con Dios. En la primera carta de san Juan nos encontramos con esta afirmación:

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en él se purifica a sí mismo, como él es puro. (1Jn 3, 1-3)

Para concluir esta introducción a nuestra meditación, he aquí un texto significativo de san Agustín sobre la importancia de un corazón limpio, puro, para ver a Dios, que constituye según el santo el fin de nuestro amor.

Escucha lo que sigue: «Bienaventurados los limpios de corazón, es decir los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a Dios». Este es el fin de nuestro amor: el fin por el que somos perfeccionados, no por el que somos consumidos. El alimento tiene un fin, el vestido tiene un fin; el pan porque se consume al comerlo; el vestido porque se perfecciona al tejerlo. Uno y otro tienen un fin: pero un fin concierne a la consunción, y el otro a la perfección. Lo que hacemos, aunque sólo lo que hacemos bien, lo que construimos, lo que con ardor anhelamos de forma loable, lo que deseamos irreprochablemente, lo dejaremos de buscar cuando llegue la visión de Dios. ¿Qué busca el que está junto a Dios? ¿O que bastará a quien no le basta Dios? Queremos ver a Dios, buscamos ver a Dios, ardemos por ver a Dios. ¿Quién no? Pero observa lo que se dijo: «Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios». Prepárate para verlo. Me serviré del ejemplo del cuerpo: ¿por qué deseas la salida del sol cuando tienes los ojos enfermos? Si los ojos están sanos, la luz será también un gozo; si los ojos no están sanos, la luz será un tormento. No se te dejará ver con el corazón impuro lo que sólo se puede ver con el corazón puro. Serás alejado, serás apartado, no verás. (Sermón 56, 1-6)

I.- LIMPIEZA DE CORAZÓN Y VISIÓN DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La promesa que conlleva esta bienaventuranza corresponde al deseo supremo del hombre del Antiguo Testamento, tal como se expresa en la historia de Moisés, Elías y el salmista. De todos son bien conocidos los pasajes siguientes. Moisés pide ver la gloria del Señor y este le responde que nadie puede ver su rostro y quedar con vida:

Entonces, Moisés exclamó: «Muéstrame tu gloria». Y él le respondió: «Yo haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciaré ante ti el nombre del Señor, pues yo me compadezco de quien quiero y concedo mi favor a quien quiero». Y añadió: «Pero mi rostro no lo puedes ver, porque no puede verlo nadie y quedar con vida». Luego dijo el Señor: «Aquí hay un sitio junto a mí; ponte sobre la roca. Cuando pase mi gloria, te meteré en una hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después, cuando retire la mano, podrás ver mi espalda, pero mi rostro no lo verás». (Ex 33, 18-23)

Elías se cubrió el rostro con el manto al paso del Señor en la brisa y escuchó su voz (1Re 19, 9-14). Para el salmista la visión de Dios es su deseo, alegría y suprema esperanza. «Porque el Señor es justo y ama la justicia: los buenos verán su rostro». (Sal 11, 7) «Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante». (Sal 17, 15) «¡Cómo te contemplaba en el santuario viendo tu fuerza y tu gloria! Tu gracia vale más que la vida, te alabarán mis labios». (Sal 63, 3-4) Ver a Dios en el reino eterno, ser admitido en su santa presencia sin morir es la esperanza del creyente. Algunos rabinos  pensaban que  se comenzaba a ver a Dios en el estudio de las Escrituras. Es interesante esta advertencia.

El deseo de la fe israelita y de la humanidad entera se condensa en la petición de Felipe a Jesús en el cenáculo: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». (Jn 14, 8) El evangelista Juan concluye su prólogo con esta afirmación: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». (Jn 1, 18)

Pasemos ahora a precisar qué se entendía, en el Antiguo Testamento, por un corazón limpio, puro, inocente. No se trata de un ideal inaccesible, esto es, de un corazón impecable y exento de todo pecado. De David dice la Escritura que era un hombre según el corazón de Dios. En efecto, Samuel comunica a Saúl que Dios ha decido retirarle la realeza, para añadir a continuación: «El Señor se ha buscado un hombre según su corazón y le ha nombrado jefe sobre su pueblo, porque no has cumplido lo que te ordenó el Señor» (1Sam 13, 14-15; cf. Sal 89, 21; Is 44, 28). Los Hechos de los Apóstoles presentan a David como un hombre según el corazón de Dios. «Encontré a David, hijo de Jesé, hombre conforme a mi corazón, que cumplirá mis preceptos. Según los prometido, Dios sacó de su descendencia un salvador para Israel: Jesús». (Hch 13, 22-23)

Samuel exhortaba a la casa de Israel a la conversión del corazón en estos términos: «Si queréis convertiros de todo corazón al Señor, retirad de vosotros los dioses extranjeros y las astartés, disponed vuestro corazón hacia el Señor, servidle solo a él, y él os librará de la mano de los filisteos». (1Sam 7, 3) Se trata de no apartarse del Señor y servirle con todo el corazón (cf. 1Sam 12, 19-25) No se trata, por tanto, de un ideal inaccesible, de un corazón exento de todo pecado, sino de un corazón sincero, leal, no dividido, servidor de Dios, sin cálculos interesados o fingidas piedades, el hombre que no jura para engañar, que obedece y, cuando no lo hace, pide perdón. El orante israelita sabe que un corazón puro es en realidad creación de Dios. Estamos en el terreno de la fe y no en en terreno de moralismo o de un cierto pietismo; pero esto no quiere decir que no valoremos la mora y la piedad.

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado.
 Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad en tu presencia. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente. Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría…Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme… El sacrificio agradable a Dios es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú, oh Dios, tú no lo desprecias.(Sal 51, 3-8.15.19; cf. Sal 24, 4-5; Prov 22, 11)

Los profetas y los salmos ponen el acento en la pureza del corazón, sin la cual los ritos de purificación carecen de valor. Pero más que de una perfección moral, se trata de una rectitud personal. Y esto es un verdadero don de Dios. Por ello el salmista suplica: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro». El salmista nos reenvía así a lo anunciado por el profeta Ezequiel: «Derramaré sobre vosotros una gua pura que os purificará: de todas vuestras inmundicias e idolatría os he de purificar; y os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Os infundiré mi espíritu, y haré que caminéis según mis preceptos, y que guardéis y cumpláis mis mandatos. Y habitaréis en la tierra que di a vuestros padres. Vosotros seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios». (Ez 36, 25-28) Es Dios, en última instancia, el que purifica el corazón y lo recrea. En esta perspectiva encontramos unas palabras muy significativas de Jesús invocando un texto del profeta Isaías:

Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, diciendo: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos”». Y, llamando a la gente, les dijo: «Escuchad y entended: no mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre». Se acercaron los discípulos y le dijeron: «¿Sabes que los fariseos se han escandalizado al oírte?». Respondió él: «La planta que no haya plantado mi Padre celestial, será arrancada de raíz. Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo». (Mt 15, 7-14)

En una palabra. El Antiguo Testamento afirma: el corazón limpio, puro, noble, sencillo e integro es un verdadero don de Dios. El libro de la sabiduría invita a buscar a Dios con sencillez de corazón: «Amad la justicia, gobernantes de la tierra, pensad correctamente del Señor y buscadlo con sencillez de corazón. Porque se manifiesta a los que no le exigen pruebas y se revela a los que no desconfían de él. Los pensamientos retorcidos alejan de Dios y el poder, puesto a prueba, confunde a los necios». (Sab 1, 1-3) El corazón sencillo es plantado por Dios y el hombre debe cultivarlo a lo largo de su peregrinar en la historia. ¡Dichoso el que sirve al único Señor, el que posee una mirada limpia, el que avanza con sencillez y pone su confianza en el Señor! (cf. Mt 6, 22ss; 10, 16ss). En la oración podemos preguntarnos cómo avanzamos en esta perspectiva.

II.- LIMPIEZA DEL CORAZÓN Y VISIÓN DE DIOS EN EL NUEVO TESTAMENTO

Las bienaventuranzas del reino de Dios, como sabemos, proponen una dicha que tiene su fuente en la presencia y misión de Jesucristo. Es una dicha actual y perenne, escatológica, de camino hacia su plenitud en la parusía. No es necesariamente una dicha sensible. Jesús la ofrece a los que ven, oyen y caminan con fe, a pesar de los padecimientos  inherentes a la vida y misión de los discípulos del reino de Dios. Para vivir nuestra vocación santa de llevar el Evangelio al mundo, escuchemos lo que Pablo escribía a Timoteo:

No te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios. Él nos salvó y nos llamó con una vocación santa, no por nuestras obras, sino por su designio y según la gracia que nos dio en Cristo Jesús desde antes de los siglos, la cual se ha manifestado ahora por la aparición de nuestro Salvador, Cristo Jesús, que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por medio del Evangelio. (1Tim 1, 8-10)

La dicha que se nos promete es, por tanto, paradójica. Los ojos y los oídos de la fe, contemplan y escuchan ya la nueva creación, la «liturgia celeste», el triunfo y cántico del Cordero inmolado. El libro de la esperanza, el Apocalipsis, proclama cómo el triunfo de Cristo proporciona una dicha que alcanza el cielo y la tierra:

Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». Y dijo: «Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas». Y me dijo: «Hecho está. Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tenga sed yo le daré de la fuente del agua de la vida gratuitamente. El vencedor heredará esto: yo seré Dios para él, y él será para mí hijo. Pero los cobardes, incrédulos, abominables, asesinos, impuros, hechiceros, idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda». (Ap 21, 1-8)

Fijemos ahora la mirada contemplativa en el corazón manso y humilde de Jesús, en sus palabras de vida. Él vivió su peregrinación por la tierra vivió con la conciencia de ser enviado al mundo por el Padre. A los que le criticaban respondió:

Está escrito en los profetas: “Serán todos discípulos de Dios”. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. (Jn 6, 45-47; cf. 1, 1-18)

Él no hablaba por su cuenta. «Yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo. Lo hablo como me ha encargado el Padre». (Jn 12, 49-50) Nada podía hacer por su cuenta propia: «En verdad, en verdad os digo: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará obras mayores que esta, para vuestro asombro». (Jn 9, 19-20) A la suplica de Felipe, para que les mostrara al Padre, le replicó:

«Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”?¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras». (Jn 14, 9-11)

Jesús avanza con corazón íntegro, en la comunión y la obediencia al Padre, para llevar a cabo la obra a la que lo envió al mundo. Ungido con el Espíritu asumió los padecimientos del Siervo para aportar dar la buena nueva a los pobres de la tierra, la liberación a los oprimidos, la luz a los ciegos. ¡No dejemos de contemplar la misión del Señor!

Ahora pasemos a escuchar al Maestro que declara de forma significativa cómo y por qué son y serán  bienaventurados los discípulos  los que le conocen y caminan de acuerdo con el designio del Señor. «Bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen» (Mt 13, 16) «¡Bienaventurados los ojos que ven los que vosotros veis!» (Lc 10, 23) «¡Bienaventurado, tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». (Mt 16, 17) «Mientras él hablaba estas cosas, aconteció que una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». Pero él dijo: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen»». (Lc 11, 27-28) «Bienaventurado ese criado, si el señor, al llegar lo encuentra portándose así». (Mt 24, 46; Lc 12, 37.38.43) Jesús llama bienaventurados a los que dan gratuitamente: «Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos». Uno de los comensales dijo a Jesús: «¡Bienaventurado el que coma en el reino de Dios!»… (Lc 14, 14-15) «Bienaventurado el que no se escandalice de mí». (Mt 11, 6; Lc 7, 23) Resucitado de entre los muertos, Jesús dijo a Tomás: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». (Jn 20, 28)

Al inicio del evangelio según san Lucas, el Espíritu Santo, por medio de Isabel, afirma bienaventurada a María por haber creído.

Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». (Lc 1, 41-45)

El corazón limpio se caracteriza, ante todo, por fiarse plenamente de la palabra del Señor. Tal es la senda de los anawim, de los verdaderos pobres del Señor. No se apoyan en su hacer, sino en la palabra de Dios que tiene poder de realizar lo que enuncia. Ellos actúan como el niño que se fía plenamente de la palabra del padre, a quien da plena autoridad. Para entrar en el reino de Dios es preciso ser como un niño. Jesús, como lo recuerda el relato de las tentaciones en el desierto vive de la palabra. María creyó, se dejó hacer por la palabra de Dios y fue madre del Salvador. Hermano, hermana y madre de Jesús, el Hijo de Dios, es el que escucha la palabra y la pone en práctica.

San Pablo puede ayudarnos a comprender qué implica la bienaventuranza de los limpios de corazón. En la carta a los romanos no duda en afirmar que el hombre no hace siempre el bien que desea. Por ello decía: «¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, yo mismo sirvo con la razón a la ley de Dios y con la carne a la ley del pecado». (Rom 7, 14-25) Y luego añade en la misma carta:

Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él. Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. (Rom 8, 14-21)

El apóstol es consciente, por una parte, de su fragilidad e incapacidad para superar por él mismo la contradicción que le aflige; pero, por otra parte, es consciente que en la medida que se deja conducir por el Espíritu es ya hijo de Dios. Así lo atestigua el Espíritu a nuestro espíritu. De este modo somos reenviados a lo que ya vimos en la primera carta de san Juan. Ya somos hijos en el Espíritu de santidad, aun cuando vivamos la contradicción en nuestro interior. En este sentido, conviene, una vez más, recordar lo que el apóstol Juan afirma también en su primera carta:

Este es el mensaje que hemos oído de él y que os anunciamos: Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y vivimos en las tinieblas, mentimos y no obramos la verdad. Pero, si caminamos en la luz, lo mismo que él está en la luz, entonces estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos limpia de todo pecado. Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Pero, si confesamos nuestros pecados, él, que es fiel y justo, nos perdonará los pecados y nos limpiará de toda injusticia. Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos mentiroso y su palabra no está en nosotros. Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. (1Jn 1, 5–2, 2)

El corazón limpio o puro mientras peregrinamos en la historia, bien podemos decir, por tanto, equivale de algún modo a un corazón íntegro, humilde y sencillo. Un corazón realmente filial que se deja purificar por la acción divina, disponiéndose así a disfrutar un día de la plena visión de Dios, que ya pregustamos en el estudio y contemplación de nuestro Señor Jesucristo en las Escrituras, la Eucaristía, la vida de la Iglesia y de los hombres. Luego seremos semejantes a Dios y participaremos plenamente de la comunión del Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Pero esta plenitud de vida, quiero insistir en ello, ya la pregustamos de alguna forma en medio de las luchas y pruebas cotidianas. El que se deja conducir por el Espíritu, como un verdadero niño, ese es realmente hijo de Dios y verá a Dios. ¡Es ya bienaventurado mientras se encamina hacia la plena realización de la promesa del Señor!

III.- LIMPIOS DE CORAZÓN EN LA SECULARIDAD.

En el evangelio según san Lucas, el comentario a la parábola del sembrador concluye con estas palabras altamente significativas, referidas a la tierra que fructifica el ciento por uno: «Lo de la tierra buena son los que escuchan la palabra con un corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia». (Lc 8, 15) Es otra forma, en mi opinión, de hablar del corazón limpio al que se le promete ver a Dios. Pues bien, veamos cómo cultivar ese corazón, que, en última instancia, es un auténtico don de Dios.

1.- La importancia de mantener una actitud de silencio, escucha y discernimiento.

En medio de la agitada vida del mundo, del torrente de informaciones y opiniones, es decisivo mantener una actitud permanente de silencio, escucha y discernimiento. No se trata, claro está, de replegarse sobre uno mismo; pero sí de aprender a escuchar la voz del Señor en el trasiego de la existencia, a fin de descubrir el camino a seguir para que  su palabra produzca fruto bueno, abundante y perenne en nosotros y, a través de nuestro estilo de vida, palabra y acción, en la sociedad secular.

Para avanzar en este sentido es necesaria la ayuda y el apoyo de los hermanos y hermanas de camino. Somos discípulos del Señor en comunidad. También es conveniente contar con un buen consejero, lo cual no siempre es fácil. En el libro del Eclesiástico encontramos esta esplendida recomendación a la hora de elegir consejero.

Todo consejero da consejos, pero hay quien aconseja en su interés. Ten cuidado con el consejero, entérate primero de qué necesita, porque en su propio provecho te aconsejará; no sea que eche sobre ti la suerte y te diga: «Vas por buen camino», y luego se quede esperando para ver qué te sucede. No te aconsejes con quien te mira de reojo, y esconde tus proyectos a los que te envidian. No te aconsejes con una mujer sobre su rival, con un cobarde sobre la guerra, con un negociante sobre el comercio, con un comprador sobre la venta, con un envidioso sobre la gratitud, con un tacaño sobre la generosidad, con un perezoso sobre trabajo alguno, con un empleado eventual sobre el fin de una obra, con un siervo holgazán sobre una gran tarea: no cuentes con ninguno de ellos para un consejo. Recurre siempre a un hombre piadoso, de quien sabes seguro que guarda los mandamientos, que comparte tus anhelos y que, si caes, sufrirá contigo.
 Atiende al consejo de tu corazón, porque nadie te será más fiel. Pues la propia conciencia suele avisar mejor que siete centinelas apostados en su torre de vigilancia.
 Pero, sobre todo, suplica al Altísimo, para que dirija tus pasos en la verdad. (Ecl 37, 7-15)

2.- Cultivar la sencillez e integridad en la verdad y las relaciones

El autor de la carta a los Hebreos exhortaba a sus destinatarios con estas palabras, muy importantes, a mi juicio, para hoy día: «No os dejéis arrastrar por doctrinas complicadas y extrañas; lo importante es robustecerse interiormente por la gracia». (Heb 13, 9) Vivimos en una sociedad multicultural y marcada por la «dictadura del relativismo», en expresión de Benedicto XVI. Como consagrados en la secularidad estamos llamados a dialogar con todos, manteniendo unas relaciones de amistad y real fraternidad; pero desde una clara identidad y firmes en la Verdad con mayúscula. Dios es el Verdadero. Cristo es la Verdad. El Espíritu Santo es el que nos conduce a la Verdad plena. La verdad tiene su origen en Dios y no en nosotros. ¡El hombre no es el creador de al verdad.

Para avanzar en el diálogo de la salvación es necesario cultivar una gran sencillez e integridad de corazón. El testigo de la verdad no busca imponerla, pero la proclama con su vida y palabra. El corazón sencillo e íntegro da razón de su esperanza con respeto, amor y valentía. La primera carta de Pedro nos da este: Que vuestro adorno sea «la profunda humanidad del corazón en la incorruptibilidad de de un espíritu apacible y sereno; eso sí que es valioso ante Dios». Y más adelante, en medio de las pruebas, añade: «Glorificada a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo». (1Pe 3, 3-4.15-16)

No debemos confundir el diálogo de la salvación con la simple conversación o la negociación, al estilo de los políticos. Dialogar es dejarse hacer por la Verdad. El «Logos encarnado», en quien creemos, nos ha dicho: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Con sencillez e integridad estamos llamados a ser sus testigos en amistad y fraternidad en la convivencia social, en las estructuras seculares, así como en el seno del pueblo de Dios. Así haremos verdadero camino sinodal dentro y fuera de la Iglesia.

3.- Reconocer nuestros errores y limitaciones

La persona sencilla e íntegra no duda en reconocer sus errores, limitaciones y debilidades. Una de las tentaciones de la actual mentalidad consiste en buscar un chivo expiatorio, a quien cargar la culpa de lo sucedido. Nos resistimos a reconocer que todos contribuimos, de una forma u otra, al pecado del mundo, a la injusticia social, a resquebrajar la fraternidad. Y esto es verdad tanto en la sociedad como en el pueblo de Dios, sin excluir, por supuesto, las comunidades eclesiales y fraternidades carismáticas. Todos, necesitamos decírnoslo, con sencillez y verdad,  somos pecadores; y con nuestro pecado socavamos, queriendo o sin querer la comunión, la participación y el mismo anuncio del Evangelio. Es preciso tenerlo en cuenta para hacer camino juntos, para una real sinodalidad.

4.- Ser bondadosos con todos

La persona de corazón puro jamás se sitúa como juez de los demás. No dice que está bien lo que está mal, pero sabe perdonar y comprender la fragilidad ajena y propia. Por amor y con amor corrige para andar juntos el camino de la verdad liberadora. Jesús corregía a unos y otros con amor, como lo muestra su relación con los discípulos. En la cruz pedía al Padre el perdón para todos, incluidos los que lo habían entregado, juzgado, condenado y crucificado. Entre ellos estaban también los que le abandonaron. Todos hemos sido rescatados del pecado. Por ello estamos llamados a ser bondadosos con los demás. San Pablo se presenta como el primero de los rescatados por el amor de Cristo. Era consciente de que no siempre hacía el bien que deseaba. He aquí dos textos significativos del Apóstol de las gentes:

Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio a mí, que antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí porque no sabía lo que hacía, pues estaba lejos de la fe;  sin embargo, la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí junto con la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero; pero por esto precisamente se compadeció de mí: para que yo fuese el primero en el que Cristo Jesús mostrase toda su paciencia y para que me convirtiera en un modelo de los que han de creer en él y tener vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén. (1Tim 1, 12-17)

En efecto, según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero percibo en mis miembros otra ley que lucha contra la ley de mi razón, y me hace prisionero de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios por Jesucristo nuestro Señor! Así pues, yo mismo sirvo con la razón a la ley de dios y con la carne a la ley del pecado. (Rom 7, 22-25)

5.- La transparencia de corazón

El corazón puro no debe confundirse con un cierto pietismo. Los ojos y oídos de la fe ven y escuchan la realidad de acuerdo con el designio del Dios creador y salvador. Todo lo que Dios creó, como afirma la Escritura es bueno y bello. «Y vio Dios que era bueno». «Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno». Sólo Dios puede juzgar su obra; y no nosotros. A veces esto lo olvida un falso pietismo. El corazón puro y transparente no confunde la realidad con la idea que él se ha hecho de ella. No podemos menospreciar el mundo y la vida de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. He aquí una caricatura del menosprecio del mundo en nombre de una cierta espiritualidad.

Se trata de una monja virtuosísima que, tras la muerte, se enfrenta al juicio divino:

«Y el Señor habló:

–Conozco tu amor hacia mí –le dijo–; quiero ahora oír lo que piensas de la vida que te he dado y del mundo de donde vienes.

–Señor, suspiró la santa mujer, ¿cómo evocar ahora lo que, ante ti, me parece, más que nunca, lugar de horrible destierro?

Plugo al Altísimo la respuesta; pero insistió amorosamente.

–¿Cómo juzgaste a los humanos?

–Siempre les creí, Señor, viles criaturas, manchadas por el lodo del pecado, revolcándose en sus propias miserias, ignorantes de su infinita pequeñez y de su maldad enorme.

–Sí, sí –asintió Dios, paternal, sin ira–; es tremenda esa gente, es incorregible. Pero sin duda existen entre ellos seres hermosos y gallardos, capaces de inspirar una santa admiración.

–Pequeños bienes son los de la belleza y la gallardía, Señor, que envanecen a quienes los poseen y que el tiempo o una enfermedad destruyen.

–Verdad es. Mas a caso entre tus amigos haya habitado un alma noble, un espíritu inteligente…

–Señor, yo he leído en el Kempis: “El que se aparta de sus amigos y conocidos consigue que se le acerquen Dios y los ángeles”. Yo h renunciado al engañoso trato de los hombres.

–Y el mundo? –inquirió, como si tratase de cambiar de tema–. La tierra misma, ¿qué te pareció?

–Valle de lágrimas, patria de afligidos, palenque de luchas, celda de mortificación.

–Sin duda…, sin duda… Pero hay también algunas cosas: una puesta de sol, las flores, ciertos paisajes…

–Yo he elegido para pasar mis días un lugar tan árido que ni la hierba acertaba a crecer.

–¿Por qué has elegido así?

–¿Para que buscar alegrías transitorias, Señor? Yo no apetecía más que arroyos de lágrimas para lavarme y purificarme en ellos.

–Y la fruta azucarada y madura, ¿no merece tu elogio? ¿No has clavado nunca tus dientes con delicia den la pulpa de un melocotón sazonado?

–He comido las negras hogazas y he repetido muchas veces la conmovida súplica del Profeta: “Dadme, Señor, a comer el pan de lágrimas y a beber en abundancia el agua de mis lloros”. Siempre estimaré los deleites del paladar como una puerta para la tentación.

–Sí, pero… no tanto, no tanto…

–Observé abstinencias rigurosas, no salí de entre los muros de mi convento, no serví a mi cuerpo ni aprecié ninguna pompa humana.

–Bien, pero… no tanto, no tanto…

–Conocí , a través de muchas meditaciones, cuán hay de aflictivo en la miseria de vivir en aquel mundo.

–Basta! –ordenó Dios.

Y al resonar el divino mandato, enmudeció todo el Universo, y la excelsa abadesa humilló su empavorecida figura. La voz del que todo lo puede volvía a resonar, entre compasiva e indignada:

–¡Infeliz mujer! –dijo– ¿Cómo te atreves a juzgar así lo que es mi obra? Sólo has creído encontrar en la tierra negrura, y maldad, y dolores, y lágrimas. Siempre lágrimas: arroyos, lagos, océanos de llanto. Has cerrado voluntariamente tus ojos a lo que hice bueno, y de bello, y de gusto, y de amable, porque supiste que por ser hermoso y grato era pecador. ¿Cómo puedes denigrar mi creación sin pensar en que me denigras? Vuelve al mundo otra vez. Conócelo. Ama a un hombre, cuida una flor, gusta un fruto, llena tu corazón, hasta que rebose, de cariño a todo lo creado; desentraña y comprende la belleza que hay en la vida, la alegría que existe en vivir, y retorna entonces. He ahí mi sentencia.» (Texto de Wenceslao Fernández Flórez, citado por  Luis González Carvajal, en  Cristianismo y secularización.)

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8. BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ

BIENAVENTURADOS LOS QUE TRABAJAN POR LA PAZ

Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. (Mt 5, 9)

En tiempos de Jesús, Israel estaba bajo el dominio del imperio romano. Los políticos y militares hablaban abundantemente de «la paz romana». ¿A qué paz se refería Jesús al proclamar las bienaventuranzas? Las expectativas de sus discípulos muestran con claridad que ellos esperaban la liberación y la restauración del reino de Israel. Los discípulos de Emaús habían seguido a Jesús con la esperanza de «que él iba a liberar a Israel». (Lc 24, 21). Y después de su resurrección, los que se habían reunido en torno a él, le preguntaban: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hch 1, 6)

La carta a los efesios, por su parte, afirma: «Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca». (Ef 2, 13-17)

«La paz romana» era una paz impuesta por la fuerza; pero no respondía a la aspiración honda de los pueblos ni al deseo del corazón humano. Cierto, las personas desean en lo más profundo de sí mismas la paz; pero no aceptan la paz impuesta por las armas. Por ello siguen anhelando y trabajando por la liberación. El muro de la enemistad y de la hostilidad perdura y se acrecienta cuando se impone «la paz de los cementerios», esto es, cuando se aplasta la originalidad y libertad de los pueblos.

«La paz de Jesús» es radicalmente diferente: no brota de la fuerza de las armas, sino de la cruz, esto es, del poder del amor. No es imposición, sino gracia. Es una nueva creación. De los dos pueblos irreconciliables brota «el hombre nuevo». El muro de la enemistad y de la hostilidad son abatidos mediante la cruz. La paz es reconciliación e integración de forma que la paz alcanza a todos. No hay vencedores y vencidos. Es la paz mesiánica. Surge así una nueva relación entre Dios y la humanidad y los pueblos entre sí.

Cierto, todos desean la paz en lo más hondo de su ser; pero son muchos los que ignoran el camino que conduce a ella. La paz verdadera es don. Y para acogerlo es necesaria una real iluminación del corazón. Recordemos las lágrimas de Jesús ante la ciudad de Jerusalén. «Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: “¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos”». (Lc 19, 41-42) Por ello necesitamos conocer mejor la paz en la que estamos llamados a trabajar, si de verdad queremos ser hijos de Dios. El Hijo fue enviado al mundo en una carne semejante a la nuestra, para llevar a cabo lo anunciado por el profeta. Hacer justicia a los pobres y establecer la paz y llenar el mundo del conocimiento del Señor fue, es y será la misión del Mesías en el Espíritu.

Pero brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago.  Sobre él se posará el espíritu del Señor: espíritu de sabiduría y entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor del Señor. Lo inspirará el temor del Señor. No juzgará por apariencias ni sentenciará de oídas;
 juzgará a los pobres con justicia, sentenciará con rectitud a los sencillos de la tierra; pero golpeará al violento con la vara de su boca, y con el soplo de sus labios hará morir al malvado. La justicia será ceñidor de su cintura, y la lealtad, cinturón de sus caderas. Habitará el lobo con el cordero, el leopardo se tumbará con el cabrito, el ternero y el león pacerán juntos: un muchacho será su pastor. La vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas; el león como el buey, comerá paja. El niño de pecho retoza junto al escondrijo de la serpiente, y el recién destetado extiende la mano hacia la madriguera del áspid. Nadie causará daño ni estrago por todo mi monte santo: porque está lleno el país del conocimiento del Señor, como las aguas colman el mar. (Is 11, 1-9)

Los discípulos del Mesías, del reino de Dios, por tanto, estamos llamados a trabajar por la paz; pero por la paz proveniente del Señor y no del más fuerte según los criterios del mundo. Vamos, por tanto, a meditar sobre el sentido de la paz del Mesías pobre y de los pobres, así como el camino a recorrer tras sus huellas.

I.- LA PAZ: CARACTERÍSTICA DE LOS TIEMPOS MESIÁNICOS.

El deseo de la paz atraviesa la oración de los salmos; y la promesa de la paz (SHALOM, EIRENE) determina el mensaje profético. El deseo y la promesa proyectan al pueblo hacia los tiempos mesiánicos. En el saludo del Resucitado a sus discípulos confluye el deseo de la humanidad y la realización plena del mensaje profético. «Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26) El saludo se entiende desde el anuncio: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo». (14, 27) «Os he hablado de esto para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo». (16, 27) La paz es, por tanto don de Dios. La oración del salmista por la paz lo expresa con claridad. Su oración está basada en la promesa del Dios fiel de la alianza.

El justo ora: «Escúchame cuando te invoco, Dios de mi justicia; tú que en el aprieto me diste anchura, ten piedad de mí y escucha mi oración… En paz me acuesto y enseguida me duermo, porque tú solo, Señor, me hacer vivir tranquilo» (Sal 4, 2.9) El salmista aclama al Señor que salva: «El Señor da fuerza a su pueblo, el Señor bendice a su pueblo con la paz». (29, 11) «Canten y se alegren los que desean mi justicia, repitan siempre: “Grande es el Señor que desea la paz de su siervo”». (35, 27) «Dios escucha mi voz: en paz rescata mi alma de la guerra que me hacen, porque son muchos contra mí». (55, 18-19) «Demasiado llevo viviendo con los que odian la paz. Cuando yo digo “Paz”, ellos dicen: “Guerra”». (120, 6-7) Desead la paz a Jerusalén: «Vivan seguros los que te aman, haya paz dentro de tus muros, seguridad en tus palacios».
 Por mis hermanos y compañeros, voy a decir: «La paz contigo». Por la casa del Señor, nuestro Dios, te deseo todo bien. (122, 6-9)

El salmista, por otra parte, pide que Dios sea el protector de Israel y azote de los malhechores. «Señor, concede bienes a los buenos, a los sinceros de corazón;  y a los que se desvían por sendas tortuosas, que los rechace el Señor con los malhechores. ¡Paz a Israel!». (125, 4-5) «Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión, que veas la prosperidad de Jerusalén todos los días de tu vida; que veas a los hijos de tus hijos. ¡Paz a Israel!» (128, 4-6) «Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión. Que ha reforzado los cerrojos de tus puertas, y ha bendecido a tus hijos dentro de ti; ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina».
(Sal 147, 12-14) El salmo del rey mesías expresa de maravilla la paz de Dios y su relación con la justicia.

Dios mío, confía tu juicio al rey, tu justicia al hijo de reyes, para que rija a tu pueblo con justicia, a tus humildes con rectitud. Que los montes traigan paz, y los collados justicia;
 defienda a los humildes del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador.
 Dure tanto como el sol, como la luna, de edad en edad. Baje como lluvia sobre el césped, como llovizna que empapa la tierra.
 En sus días florezca la justicia y la paz hasta que falte la luna; domine de mar a mar, del Gran Río al confín de la tierra.
(Sal 72, 1-8)

Ahora bien, para acoger y gozar de la paz del Señor es preciso buscarla. «Venid, hijos, escuchadme: os instruiré en el temor del Señor. Hay alguien que ame la vida y desee días de prosperidad?
 Guarda tu lengua del mal, tus labios de la falsedad; apártate del mal, obra el bien, busca la paz y corre tras ella. Los ojos del Señor miran a los justos, sus oídos escuchan sus gritos; pero el Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria».
 (Sal 34, 13-17) «Aguarda un momento: desapareció el malvado, fíjate en su sitio: ya no está; en cambio, los sufridos poseen la tierra, y disfrutan de paz abundante. El malvado intriga contra el justo, rechina sus dientes contra él; pero el Señor se ríe de él, porque ve que le llega su hora». (37, 10-13) «Mucha paz tienen los que aman tu ley, y nada los hace tropezar; aguardo tu salvación, Señor, y cumplo tus mandatos». (119, 165-166) En una palabra, el pueblo está llamado a escuchar a Dios y caminar de acuerdo con su palabra.

Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: «Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos y a los que se convierten de corazón».
 La salvación está cerca de los que lo temen, y la gloria habitará en nuestra tierra; la misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; La fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto. La justicia marchará ante él, y sus pasos señalarán el camino. (85, 8-14)

Este recorrido por los salmos muestra cómo la paz es don de Dios. Ella es mucho más que ausencia de guerra. Es plenitud de vida, dicha y bienestar, es la suma de bienes materiales y espirituales. Su recepción y cultivo implica una auténtica conversión del corazón. Puesto que la paz es obra del Dios justo y salvador, el pueblo debe cultivar el temor de Dios y la justicia según Dios. La paz comporta relaciones fraternas entre los hombres en el marco de la alianza de Dios con su pueblo. La religiosidad de Israel se expresa bien en los sacrificios de comunión, en un banquete sagrado de encuentro pacífico en el Señor.

Los profetas anuncian la paz deseada. Hagamos un brece recorrido por el libro del profeta Isaías. El profeta anuncia al pueblo que «caminaba en tinieblas y habitaba en tierra y sombras de muerte», luz, libertad, alegría y paz. «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado: lleva a hombros el principado, y es su nombre: “Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre de eternidad, Príncipe de la paz”. Para dilatar el principado, con una paz sin limites, sobre le trono de David y sobre su reino. Para sostenerlo y consolidarlo en justicia y derecho, desde ahora y pro siempre. El celo del Señor del universo lo realizará». (Is 9, 1-6) Ya vimos antes el anuncio de las promesas de paz (cf. 11, 1-9)

El profeta invita a la acción de gracias y la esperanza, pues el Señor es su Roca y Libertador perpetuo:

Aquel día, se cantará este canto en la tierra de Judá:
«Tenemos una ciudad fuerte, ha puesto para salvarla murallas y baluartes. Abrid las puertas para que entre un pueblo justo, que observa la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti. Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua. Doblegó a los habitantes de la altura, a la ciudad elevada; la abatirá, la abatirá hasta el suelo, hasta tocar el polvo. La pisarán los pies, los pies del oprimido, los pasos de los pobres»… Señor, tú nos darás la paz, porque todas nuestras empresas nos las realizar tú». (26, 1-6.12)

El profeta y poeta expresa cómo la paz será obra de la justicia.

Hasta que se derrame sobre nosotros un espíritu de lo alto, y el desierto se convierta en un vergel, y el vergel parezca un bosque. Habitará el derecho en el desierto, y habitará la justicia en el vergel. La obra de la justicia será la paz, su fruto, reposo y confianza para siempre. Mi pueblo habitará en moradas apacibles, en tiendas seguras, en tranquilos lugares de reposo; aunque sea abatido el bosque, aunque sea humillada la ciudad. Dichosos vosotros cuando sembréis junto a todos los cauces de agua y dejéis sueltos el toro y el asno. (32, 15-20)

La intervención de Dios hace que el pueblo encuentre el camino de la vida y la paz.

El Señor está cerca de los suyos: ¡Señor, en ti espera mi corazón!, que se reanime mi espíritu. Me has curado, me has hecho revivir, la amargura se me volvió paz cuando detuviste mi alma ante la tumba vacía y volviste la espalda a todos mis pecados. El abismo no te da gracias, ni la muerte te alaba, ni esperan en tu fidelidad los que bajan a la fosa. Los vivos, los vivos son quienes te alaban: como yo ahora. El padre enseña a sus hijos tu fidelidad. Sálvame, Señor, y tocaremos nuestras arpas todos nuestros días en la casa del Señor. (38, 16-20)

El Señor es quien construye la paz y la desgracia. Él es el único Señor de la historia. Es la fe del verdadero israelita.

Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí no hay dios. Te pongo el cinturón, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí. Yo soy el Señor y no hay otro, el que forma la luz y crea las tinieblas; yo construyo la paz y creo la desgracia. Yo, el Señor, realizo todo esto. (45, 5-7)

El profeta de la consolación, evocando cómo Israel fue liberado de la esclavitud de Egipto y le dio a beber de la roca, anima a la esperanza en estos términos:

Esto dice el Señor, tu libertador, el Santo de Israel: «Yo, el Señor, tu Dios, te instruyo por tu bien, te marco el camino a seguir. Si hubieras atendido a mis mandatos, tu bienestar sería como un río, tu justicia como las olas del mar, tu descendencia como la arena, como sus granos, el fruto de tus entrañas; tu nombre no habría sido aniquilado, ni eliminado de mi presencia». ¡Salid de Babilonia, huid de los caldeos! Anunciadlo con gritos de júbilo, publicadlo y proclamadlo hasta el confín de la tierra. Decid: el Señor ha rescatado a su siervo Jacob. Los llevó por la estepa y no pasaron sed: hizo brotar agua de la roca, hendió la roca y brotó agua. «No hay paz para los malvados» —dice el Señor—.
(48, 17-22)

El profeta proclama la promesa de la paz, el retorno de Israel del exilio, como un nuevo renacer del pueblo pobre y oprimido.

¡Despierta, despierta, vístete de tu fuerza, Sión; vístete el traje de gala, Jerusalén, ciudad santa!, porque no volverán a entrar en ti incircuncisos ni impuros. Sacúdete el polvo, ponte en pie, Jerusalén cautiva; desata las cuerdas de tu cuello, Sión cautiva… Por eso, mi pueblo reconocerá mi nombre. Un día sabrá que era yo quien decía “Estoy aquí”». ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que proclama la paz, que anuncia la buena noticia, que pregona la justicia, que dice a Sión: «¡Tu Dios reina!». Escucha: tus vigías gritan, cantan a coro, porque ven cara a cara al Señor, que vuelve a Sión. (52, 1-8)

La alianza de Dios con su pueblo es una alianza de paz. «Aunque los montes cambiasen y vacilaran las colinas, no cambiaría mi amor, ni vacilaría mi alianza de paz –dice el Señor que te quiere–». (54, 10)

Ahora bien, el Señor lamenta: Israel «no se acoge a mi cuidado. ¡Que haga la paz conmigo! ¡Que conmigo haga la paz» (27, 5) El profeta llora por la infidelidad de Judá: «Mirad: los valientes gritan en la calle, los mensajeros de paz lloran amargamente; están destruidos los caminos y ya nadie transita los senderos. Ha roto la alianza, despreciado a los testigos, no respeta a la gente». (33, 7-8) El profeta dice con claridad: mientras los malhechores no podrán disfrutar del don de la paz, sí lo alcanzará el justo. «Perece el inocente sin que nadie haga caso. Desaparecen los hombres fieles y nadie advierte que la maldad acaba con el justo; pero él alcanzará la paz. Reposan en sus lechos quienes proceden rectamente». (57, 1-2) Y así el Señor consuela al pueblo sufriente.

Por su pecado de codicia me irrité y lo castigué; me oculté, me indigné. Pero él se rebeló y siguió sus caminos preferidos. Yo he visto sus caminos, pero lo voy a curar: lo consolaré, lo resarciré con consuelo, a él y a los que hacen duelo. Creo la paz como fruto de los labios: «Paz al que está lejos y al que está cerca» —dice el Señor—, y lo curaré. Los malvados son como el mar borrascoso, que no puede calmarse: | sus aguas remueven cieno y lodo. «No hay paz para los malvados» —dice mi Dios—. (57, 17-21)

El profeta lamenta y denuncia la corrupción del pueblo que no conoce el camino de la paz.

Sus pies corren hacia el mal, tienen prisa por derramar sangre inocente; sus proyectos son proyectos criminales, desolación y ruina acompañan sus caminos. No conocen el camino de la paz, el derecho está ausente de sus sendas, hacen tortuosos sus senderos, quien por ellos camina no conoce la paz. Por eso está lejos de nosotros el derecho y la justicia no nos alcanza; esperamos la luz, llega la oscuridad; esperamos claridad y marchamos en tinieblas. (59, 7-9) En lugar de bronce, te traeré oro, en vez de hierro, plata; en vez de madera, bronce, y en vez de piedra, hierro; te daré la paz por magistrado y como gobernante la justicia. (60, 17)

El Señor del cielo y tierra anuncia su intervención en favor del pueblo rescatado del exilio, invitándole a la alegría y a poner su esperanza en él.

Porque así dice el Señor: «Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán; como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados. Al verlo, se alegrará vuestro corazón, y vuestros huesos florecerán como un prado, se manifestará a sus siervos la mano del Señor, y su ira a sus enemigos». (66, 12-14)

El Israel creyente, en una palabra, veía la fuente de la verdadera paz en la presencia del Dios de la alianza en medio de él. Ezequiel lo expresa de esta forma.

Haré con ellos una alianza de paz, una alianza eterna. Los estableceré, los multiplicaré y pondré entre ellos mi santuario para siempre; tendré mi morada junto a ellos, yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y reconocerán las naciones que yo soy el Señor que consagra a Israel, cuando esté mi santuario en medio de ellos para siempre”». (Ez 37, 26-28)

Zacarías nos introduce en el Nuevo Testamento con el anuncio de la llegada del rey mesiánico, que proclama la paz a todos los pueblos y no sólo a Israel. Un rey, justo y triunfador, pobre y montado en un pollino.

¡Salta de gozo, Sión; alégrate, Jerusalén! Mira que viene tu rey, justo y triunfador, pobre y montado en un borrico, en un pollino de asna. Suprimirá los carros de Efraín y los caballos de Jerusalén; romperá el arco guerrero y proclamará la paz a los pueblos. Su dominio irá de mar a mar, desde el Río hasta los extremos del país. (Zac 9, 9-10; cf. Mt 21, 1-8pp; Jn 12, 12-19)

II.- CRISTO ES NUESTRA PAZ

El Espíritu, por medio de Zacarías, padre del Bautista, canta cómo el Mesías guiará nuestros pasos por el camino de la paz, que ya habían anunciado los profetas. Jesús es el cumplimiento en la novedad de las profecías.

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz».
(Lc 1, 78-79)

Una legión de ángeles canta así ante los pastores la buena nueva del nacimiento de Jesús: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». (2, 14) Y el anciano Simeón, hombre justo y piadoso, símbolo del pueblo de la alianza, impulsado por el Espíritu, bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo ir en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a la naciones y gloria de tu pueblo Israel». El anciano, bendijo a María y anunció también que Jesús sería «un signo de contradicción» (2, 29-35)

Jesús despide a la pecadora arrepentida con estas palabras: «Tu fe te ha salvado, vete en paz». (7, 50)  A la hemorroísa, que había gastado sus bienes en médicos, le dice: «Hija, tu fe te ha salvado». (8, 48) A los discípulos los envía en misión, con estas orientaciones:

¡Poneos en camino! Mirad que os envío como corderos en medio de lobos. No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias; y no saludéis a nadie por el camino. Cuando entréis en una casa, decid primero: “Paz a esta casa”. Y si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz; si no, volverá a vosotros. (Lc 10, 3-6)

La paz que los discípulos deben vivir y comunicar a los pueblos, pero teniendo muy en cuenta esta verdad: la misión de Jesús conlleva la contradicción.

He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra». (Lc 12, 49-53)

El deseo hondo de Jesús fue aportar la paz a la ciudad amada. Por ella lloró al verse rechazado. Paradoja. Jesús llora en un contexto muy significativo. Los discípulos lo aclamaban como el rey pacífico anunciado por el profeta. Los fariseos le piden reprender el entusiasmo de sus discípulos. Jesús llora ante la reacción de una ciudad que no abraza el camino que conduce a la verdadera paz.

Y, cuando se acercaba ya a la bajada del monte de los Olivos, la multitud de los discípulos, llenos de alegría, comenzaron a alabar a Dios a grandes voces por todos los milagros que habían visto, diciendo: «¡Bendito el rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas». Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: «Maestro, reprende a tus discípulos». Y respondiendo, dijo: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras». Al acercarse y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita». (Lc 19, 37-44)

Ahora bien, lo que conduce, en última instancia, a la paz es la Pascua de Jesús. Ahí se encuentra el verdadero manantial de la paz mesiánica. Resucitado de entre los muertos saluda a los discípulos reunidos con estas palabras: «Paz a vosotros». (24, 36; Jn 20, 19.21.26)

El evangelista san Juan nos da las claves para comprender este pequeño recorrido por el evangelio según san Lucas. Antes de pasar Jesús de este mundo al Padre dijo a sus discípulos en la intimidad del cenáculo: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón». (Jn 14, 27) Y cuando los discípulos dicen haber creído que él viene de parte de Dios,

Les contestó Jesús: «¿Ahora creéis? Pues mirad: está para llegar la hora, mejor, ya ha llegado, en que os disperséis cada cual por su lado y a mí me dejéis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre. Os he hablado de esto, para que encontréis la paz en mí. En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo». (16, 31-33)

En casa de Cornelio, el centurión romano –no olvidemos que era la personalización del imperio opresor–, Pedro inició su discurso subrayando la paz anunciada por el Señor de todos. Un discurso verdaderamente revolucionario en su sencillez, si tenemos en cuenta el contexto religioso, social y político:

«Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. (Hch 10, 34-36)

Gracia y paz es lo que desea el apóstol Pablo a sus comunidades. En la carta a los gálatas, afirma: la paz es fruto del Espíritu Santo. Al final de la carta se despide: «La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre el Israel de Dios» (Gal 6, 16) A la comunidad de los colosenses les dice: «Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos». (Col 3, 15) En el himno de esta misma carta afirma cómo Dios reconcilia a la humanidad con él mediante la sangre de su Hijo: «Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz». (Col 1, 20) En la carta a los efesios, el apóstol nos introduce de lleno en el don de la paz, en el «evangelio de la paz» (Ef 6, 15).

Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca. Así, unos y otros, podemos acercarnos al Padre por medio de él en un mismo Espíritu. (Ef 2, 14-18)

En la carta a los filipenses, se nos habla del «Dios de la paz» y de «la paz de Dios». En otras partes, el apóstol invita a que las comunidades permanezcan en la paz del Señor. «Dios no es Dios de confusión sino de paz». (1Cor 14, 33) «En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo». (Rom 12, 18) El manantial de la paz se encuentra en la Trinidad. «Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo». (Rom 5, 1). Espíritu Santo es el que derrama el amor en nuestros corazones. «El deseo de la carne es muerte; en cambio el deseo del Espíritu, vida y paz». (Rom 8, 6) El camino a seguir para gozar del don de la paz es el «temor de Dios» (cf. Rom 3, 9-17) «Porque el reino de Dios no es comida y bebida, sino justicia, paz y alegría en el Espíritu Santo; el que sirve en esto a Cristo es grato a Dios, y acepto a los hombres. Así, pues, procuremos lo que favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua». (Rom 14, 17-19)

En la oración, por tanto, el apóstol no cesa de suplicar el don de la paz que viene de Dios.  «Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo». (Rom 15, 13)

En una palabra. Cristo es nuestra paz. Somos y vivimos en él, como verdaderos hijos de Dios, hijos en el Hijo, si trabajamos por la paz de los hombres y mujeres con Dios y entre ellos. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». Jesucristo, una vez más, se presenta como la personalización de la bienaventuranza. Y así nos muestra el camino a seguir. Él es el camino.

III.- TRABAJAR POR LA PAZ EN EL MUNDO

Si Cristo es nuestra paz, como afirma la fe apostólica, todos los creyentes en él, estamos llamados a recibirla y cultivarla activamente en el mundo. La legión de los ángeles alababa a Dios ante los pastores, diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad». Si deseamos glorificar a Dios, por tanto, la llamada universal a la santidad lleva consigo trabajar por la paz de acuerdo con la vocación, misión y gracia que cada uno recibe de él Señor.

La paz en el seno de nuestras familias, sociedades, culturas, pueblos, comunidades y corazones  depende  de todos y cada uno de nosotros. Acoger el don de la paz es un desafío tarea permanente para la humanidad. El don de la paz se nos ha confiado de manera particular a los seguidores de Jesús. ¿Qué hacer para cultivarlo? Pues bien, antes de ofrecer algunos puntos de lo que estamos llamados a vivir de forma positiva, conviene tener presente lo que Jesús nos dijo en su discurso–testamento en el momento de pasar de este mundo al Padre.

Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero como no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo, por eso el mundo os odia. Recordad lo que os dije: “No es el siervo más que su amo”. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Y todo eso lo harán con vosotros a causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. (Jn 15, 18-21)

Estamos llamados a trabajar por la paz, siendo conscientes que nos vamos a encontrar con la persecución. El trigo y la cizaña crecen juntos, incluso en nuestros corazones. No se pueden acoger los dones de Dios desde el confort o la ingenuidad. Las bienaventuranzas son «una promesa dirigida a los que se dejan guiar por las exigencias de la verdad, la justicia y el amor». Ya desde ahora se nos promete la dicha de ser hijos de Dios si trabajamos por la paz. Como anunció el profeta la paz mesiánica es don de Dios y tarea del ser humano. El trabajo por la paz comporta la construcción de una convivencia basada en la verdad, la libertad, el amor y la justicia (Juan XXIII). Jesús, mediante la cruz, derribó el muro de la enemistad. Nuestros pecados, personales y colectivos, de egoísmo, codicia, odio, injusticia, violencia… etc., tienden a reconstruir el muro. ¡Convertíos y creed en el Evangelio!

1.- La oración por la paz.

Puesto que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, debemos tener muy presente que «la vocación innata de la humanidad es la paz». En efecto, Dios creó al hombre para la comunión y armonía con él, con los otros y con lo creado. Ahora bien, la acogida del don de la paz, así como su cultivo, exigen un corazón nuevo. Un corazón que acoge la verdad de Dios y del hombre. La mentira, lejos de construir una paz estable y verdadera, la destruye.

De ahí la importancia de orar para recibir la verdad del Señor que es la fuerza de la paz. Sólo la verdad nos hace libres, para acoger el don de la paz como tarea permanente. Sólo el encuentro con el Señor nos capacita para trabajar por la paz verdadera, para destruir el muro de la enemistad entre los pueblos como lo hiciera en la cruz. «Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces». La auténtica oración por la paz nos introduce en el camino seguido por Jesús para instaurar la paz, es una oración que va modelando nuestro corazón «para acercarnos al Padre por medio de él (Jesucristo) en un mismo Espíritu». Es una oración que alzamos al Padre como hijos, como miembros de la familia de Dios. La oración, si es auténtica, abre a una solidaridad universal, a una real fraternidad.

2.- El trabajo por la justicia

La paz está siempre amenazada por la injusticia e iniquidad de unos y otros. Pablo VI, en consonancia con el mensaje bíblico, afirmó: «Si quieres la paz trabaja por la justicia».  Ahora bien, el don de la paz no viene de la fuerza, la violencia, la venganza o la preparación de la guerra, sino del amor crucificado en la Cruz. No existe justicia sin perdón. Cuando no existe un real perdón, la violencia y afán de venganza, renace en el corazón de las personas y los pueblos. De la paz del corazón nace la paz para todos. Desarrollo y solidaridad.

El trabajo por la justicia y la paz, si brota de un corazón nuevo, exige de nosotros, personal y comunitariamente, salir al encuentro del pobre y desvalido, en lugar de encerrarnos en nuestras fragilidades y limitaciones. La paz verdadera exige combatir la pobreza en la medida que impide la vocación trascendente de la persona de los pobres. Ante el problema de la emigración, por ejemplo, Juan Pablo II defendió «el derecho a emigrar y a no emigrar». Con ello quería insistir que la paz no consiste sólo en eliminar fronteras, sino en trabajar para que todos los pueblos tengan la posibilidad de ofrecer a sus hijos e hijas los medios necesarios para desarrollar su vocación y misión de forma digna.

En esta misma perspectiva es importante trabajar para que las minorías sean respetadas. Y esto implica respetar sus culturas. Evangelizar las culturas e in-culturar el Evangelio es también el camino para cultivar el don de la paz. Misión de la Iglesia es anunciar el Evangelio de la paz y trabajar desde dentro, para que la sociedad secular se dote de estructuras que fomenten la paz de las personas, comunidades, culturas y pueblos. Los Institutos Seculares deben trabajar en esta dirección. ¡No al ojo por ojo!

3.-  El trabajo por la reconciliación

La memoria sin perdón, como comprobamos con dolor, en lugar de ser camino de paz y reconciliación, termina por atizar el odio y el deseo de venganza entre los pueblos y los ciudadanos de una misma nación, poniendo así en peligro la paz. Así lo recuerda la historia lejana y cercana de nuestros días. Y esto es verdad a todos los niveles: familiar, social y nacional; incluso es verdad a nivel personal. Cuando no nos perdonamos, como Dios nos perdona, no encontramos la paz en nuestro interior. El perdón se nos da y se ofrece, para recrear la paz. Dios, la fuente del amor y la justicia, no cesa de tomar la iniciativa para reconciliarnos con él. «Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo». (Rom 5, 1) Esta verdad no deja de interpelarnos sobre nuestra manera de transfigurar las relaciones de las personas, pueblos y culturas con la fuerza de los pacíficos. Somos hijos en el Hijo si trabajamos por la reconciliación, por la paz. Estamos animados por el Espíritu y sus dones en la medida que hacemos posible la comunión y la paz. El perdón es la expresión de amar y amarnos con el amor de Cristo. Ofrece el perdón, recibe la paz.

En la Eucaristía rezamos todos los días una preciosa oración para introducir el rito de la paz, para recibir el don de la paz y  cultivarlo.

Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: ‘La paz os dejo, mi paz os doy’, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos.

El «amén» es la expresión de nuestra esperanza y compromiso, para recibir el don y ser artesanos de paz en lo cotidiano. El signo de paz que nos damos fraternalmente –«daos la paz como hermanos»– postula abrazar a todo hombre y mujer como verdaderos hermanos en Cristo. Hijos en el Hijo. Miembros de su Cuerpo.

4.- Educar para la paz: un compromiso siempre actual.

Los consagrados en la secularidad estamos llamados a hablar y actuar de acuerdo con la fuerza las bienaventuranzas, en particular si queremos revelar a «Cristo como nuestra paz». En el mundo y desde el mundo debemos poner el mayor empeño para educar a los que nos rodean a fin que amen la paz, la construyan y defiendan, de acuerdo con la dinámica propia del amor y el sacrificio, a los que antes apuntaba evocando a Juan XXIII. «Los mensajes de la paz», que los Papas nos dirigen para el día primero del año, desde su inauguración por Pablo VI, no cesan de invitarnos a educar en esta perspectiva. Juan Pablo II insistió en la importancia de cultivar una verdadera espiritualidad de la comunión..

Educar para la paz es una tarea cotidiana. Los niños y jóvenes, los adultos y ancianos, todos necesitamos aprender a valorar la paz y a desenmascarar todo lo que contribuye a levantar el muro de la enemistad tanto en el seno de la familia, sociedad, cultura y pueblos de la tierra. La búsqueda de quedar por encima de los demás, el nacionalismo exacerbado, el racismo, la mentira, el espíritu de venganza, la codicia, la envidia… etc. minan desde dentro la acogida y el cultivo del don de la paz.

El concilio Vaticano II recordó la importancia de educar para el servicio al bien común y esto no se ha tenido bastante en cuenta. Es curioso el olvido de esta orientación conciliar:

Hay que prestar gran atención a la educación cívica y política, que hoy día es particularmente necesaria para el pueblo, y, sobre todo para la juventud, a fin de que todos los ciudadanos puedan cumplir su misión en la vida de la comunidad política. Quienes son o pueden llegar a ser capaces de ejercer este arte tan difícil y tan noble que es la política, prepárense para ella y procuren ejercitarla con olvido del propio interés y de toda ganancia venal. Luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos. (GS 75)

5.- Todos hermanos

La solidaridad en el pueblo de Israel brotaba de la alianza de Dios con él. La paz escatológica entre los pueblos y en el seno del pueblo elegido es fruto del Señor y del cumplimiento de su ley. Por ello la paz forma parte del anuncio mesiánico (cf. Is 2, 2-5;  Prov 12, 20). Todo israelita, por otra parte, participaba del título honorífico de hijo de Dios. (cf. Dt 14, 1ss; Os 2, 1ss) Los velados anuncios proféticos se han cumplido plena y novedosamente en Cristo, Jesús, en quien todos somos hermanos.

Para concluir esta meditación, me limito a citar el primer párrafo de la encíclica del Papa Francisco «sobre la fraternidad y la amistad social:

«Fratelli tutti», escribía san Francisco de Asís para dirigirse a todos los hermanos y las hermanas, y proponerles una forma de vida con sabor a Evangelio. De esos consejos quiero destacar uno donde invita a un amor que va más allá de las barreras de la geografía y del espacio. Allí declara feliz a quien ame al otro «tanto a su hermano cuando está lejos de él como cuando está junto a él». Con estas pocas y sencillas palabras expresó lo esencial de una fraternidad abierta, que permite reconocer, valorar y amar a cada persona más allá de la cercanía física, más allá del lugar del universo donde haya nacido o donde habite.

¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz!
Que allí donde haya odio, ponga yo amor;
donde haya ofensa, ponga yo perdón;
donde haya discordia, ponga yo unión;
donde haya error, ponga yo verdad;
donde haya duda, ponga yo fe;
donde haya desesperación, ponga yo esperanza;
donde haya tinieblas, ponga yo luz;
donde haya tristeza, ponga yo alegría
¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto
ser consolado como consolar;
ser comprendido, como comprender;
ser amado, como amar.

Porque dando es como se recibe;
olvidando, como se encuentra;
perdonando, como se es perdonado;
muriendo, como se resucita a la vida eterna.

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CUARESMA

Proceso cuaresma. Retiro 2023

RETIRO PARA LA CUARESMA 25-2-2023

PROCESO CUARESMAL

Acabamos de celebrar el Miércoles de Ceniza con tres SIGNOS: La Oración, el Ayuno y la
Limosna.

La ORACIÓN nos acerca a Dios, nos fortalece, nos hace sensibles a los hermanos.

El AYUNO nos pone en contacto con nosotros mismos, con nuestros excesos…

La LIMOSNA nos acerca a los hermanos más necesitados…

Propongo que este año 2023 que preparemos nuestros corazones para:

– Acortar distancias, establecer relaciones, motivar ayudas… (el otro está ahí siempre).

– Quizás te esté esperando, porque tú lo necesitas mucho como “apoyo para caminar” (E.G.71) *.

– Su amistad, te podrá defender de ti mismo, de tu egoísmo, de tu suficiencia …

– Apoyado/a en esa compañía, a lo mejor te sentirás mejor en tu caminar, menos frágil…

– Con el otro, haz el ejercicio de la fidelidad, de la coherencia cristiana, de la vida en común.

– En tu caminar acompañado/a, no te desvíes del camino hacia la META: la RESURRECCIÓN.

– La Cruz está en el Camino, en la amistad, en el quehacer, pero no es la ALEGRÍA FINAL.

– En este tiempo tenemos mucho tiempo para la creatividad, el dialogo, la compañía… no dejes
que pase esta oportunidad.

– No olvides que el encuentro es oportunidad para ALIMENTAR tu vida con ideas diferentes, con visiones distintas, con miradas más amplias… ese “espíritu alimenta”. (E.G.280) *.

– Las miserias del otro son su mochila, pero no olvides que tu llevas la tuya, COMPARTIR es bueno, aligera, alegra y hace llevadero el camino.

– Ir en compañía por la Cuaresma es bueno, aunque a ratos es también aconsejable la SOLEDAD, el silencio*(E.G.6) para afrontar la propia realidad, los límites, el encuentro con Dios y consigo mismo.

– Alarga tu mirada más allá de ti, a horizontes insospechados, ábrela al infinito y descubre, intuye, escucha a Dios que desde lo profundo te invita a la Vida… a Crecer, a Superarte…

– En esta PEREGRINACIÓN CUARESMAL nunca estás solo/a en el camino, existen otros caminantes que van solos, con dudas, en búsqueda, cada uno con su mochila, pero en el DIÁLOGO, EL ENCUENTRO Y LA ESCUCHA está la riqueza, aunque hablen otro idioma y tengan otro credo o sensibilidad. Vivencia, por un momento, la fraternidad…

– Miremos más lo que nos une que lo que nos separa, comencemos a mirar de otra manera…

– Si a lo largo de esta CUARESMA encuentras a alguien caído, dolorido o abatido, no pases de largo, indiferente…

PARA ATERRIZAR: (Lectura de la Parábola del Buen Samaritano: (de la enciclica “Fratelli Tutti”).

(Lc.10,25-37) Lectura…

Una historia que se repite
– Puestos en camino nos chocamos, indefectiblemente, con el hombre herido. Hoy, y cada vez más, hay heridos.
– La inclusión o la exclusión de la persona que sufre al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos.
– Enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo.
– Y si extendemos la mirada a la totalidad de nuestra historia y a lo ancho y largo del mundo, todos somos o hemos sido como estos personajes: todos tenemos algo de herido, algo de salteador, algo de los que pasan de largo y algo del buen samaritano. (F.T.69)

§ En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y nuestros disfraces se caen: es la hora de la verdad.
– ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros?
– ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros?
– Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo.
– En los momentos de crisis la opción se vuelve acuciante: podríamos decir que, en este momento, todo el que no es salteador o todo el que no pasa de largo, o bien está herido o está poniendo sobre sus hombros a algún herido. (F.T.70)

*AUTORFERENCIALIDAD

“cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero” (E.G.8) *APOYO: “La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas”.
(E.G.71)

*ALIMENTA

“hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él «viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm.8, 26). Pero esa confianza generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente. (E.G.280)

*SILENCIO

¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es esperar en silencio la salvación del Señor»
(Lm 3,17.21-23.26).

(E.G.6)§ “Miremos finalmente al hombre herido.

– A veces nos sentimos como él, malheridos y tirados al costado del camino.

– Nos sentimos también desamparados por nuestras instituciones desarmadas y desprovistas, o dirigidas al servicio de los intereses de unos pocos, de afuera y de adentro.

– Porque «en la sociedad globalizada, existe un estilo elegante de mirar para otro lado que se practica recurrentemente: bajo el ropaje de lo políticamente correcto o las modas ideológicas, se mira al que sufre sin tocarlo, se lo televisa en directo, incluso se adopta un discurso en apariencia tolerante y repleto de eufemismos»[59].(F.T.76)

§ “Es posible comenzar de abajo y de a uno, pugnar por lo más concreto y local, hasta el último rincón de la patria y del mundo, con el mismo cuidado que el viajero de Samaría tuvo por cada llaga del herido.

– Busquemos a otros y hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia, porque allí está todo lo bueno que Dios ha sembrado en el corazón del ser humano.

– Las dificultades que parecen enormes son la oportunidad para crecer, y no la excusa para la tristeza inerte que favorece el sometimiento.

– Pero no lo hagamos solos, individualmente. El samaritano buscó a un hospedero que pudiera cuidar de aquel hombre, como nosotros estamos invitados a convocar y encontrarnos en un “nosotros” que sea más fuerte que la suma de pequeñas individualidades; recordemos que «el todo es más que la parte, y también es más que la mera suma de ellas».[60]

– Renunciemos a la mezquindad y al resentimiento de los internismos estériles, de los enfrentamientos sin fin.

– Dejemos de ocultar el dolor de las pérdidas y hagámonos cargo de nuestros crímenes, desidias y mentiras.

– La reconciliación reparadora nos resucitará, y nos hará perder el miedo a nosotros mismos
y a los demás. (F.T.78)

§ “El samaritano del camino se fue sin esperar reconocimientos ni gratitudes.

– La entrega al servicio era la gran satisfacción frente a su Dios y a su vida, y por eso, un deber.

– Todos tenemos responsabilidad sobre el herido que es el pueblo mismo y todos los pueblos de la tierra.

– Cuidemos la fragilidad de cada hombre, de cada mujer, de cada niño y de cada anciano, con esa actitud solidaria y atenta, la actitud de proximidad del buen samaritano. (F.T.79)

En consecuencia, frente a la injusticia social, la inequidad y la crisis de sostenibilidad del planeta, ante una tremenda soledad e infelicidad humanas, porque el individualismo y la competencia terminan por ser una fábrica imparable de soledad y de vacío:

– Busquemos un nuevo modo de ser y estar en el mundo: el “MODO DE SER CUIDADORES”, “CUIDAR”, es el mejor antídoto contra la indiferencia y el olvido de la alteridad; el mejor antídoto contra el frágil equilibrio del planeta y de nuestras vulnerables vidas.

Mural ambientador, se realiza sobre arpillera, lana y gasas.

A. Huertas

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Los cinco domingos cuaresmales. 2023

LOS CINCO DOMINGOS CUARESMALES 25-2-2023

CUARESMA 2023 (CICLO A)

 DOMINGO: LECTURAS ( 1ªGn.2,7-9; 3,1-7; 2ªRm.5,12-19; Evg. Mt.4,1-11).

PARA LA REFLEXION

  • ¿Enqué áreas de la vida personal he de hacer un proceso de conversión?
  • ¿Enqué ha de cambiar mi corazón?
  • El mal, ¿cómo lo vivo y considero?: ¿cómo infidelidad, como falta de compromiso,como alejamiento de mis opciones, como fracaso moral?
  • ¿Conqué medios eficaces rectificas?

Franciscus

 Quien pone a Cristo en el centro de su vida, se descentra. Cuanto más te unes a Jesús y él se convierte en el centro de tu vida, tanto más te hace Él salir de ti mismo, te descentra y te abre a los demás. Este es el verdadero dinamismo de Dios mismo

Discurso a los Catequistas, 23 de septiembre de 2013

 DOMINGO: LECTURAS (1ªGn.12,1-4a;  2Tim.1,8b-10; Evg.Mt.17,1-9).

PARA LA REFLEXION

  • ¿Sientesla llamada al éxodo, al camino?
  • ¿Dedónde partes y a dónde vas?
  • ¿Haciadónde te encaminas, hacia quien te encaminas?
  • ¿Sientesla llamada a la superación?, ¿en qué dimensiones de tu existencia?
  • ¿Teejercitas en la escucha de la Palabra, de los Signos y de los hermanos?

Franciscus

Con Pedro, Santiago y Juan subamos también nosotros al monte de la Transfiguración y permanezcamos en contemplación del rostro de Jesús, para recibir  el  mensaje  y  traducirlo  en  nuestra  vida;  para  que  también  nosotros podamos ser transfigurados por el Amor. En realidád el Amor es capaz de transfigurar todo: ¡el Amor transfigura todo! ¿Creen ustedes en esto? ¿Creen? () Me parece que no creen tanto por aquello que escucho () ¿Creen que el Amor transfigura todo? Ángelus. 1 de marzo de 2015

3er.DOMINGO: LECTURAS (1ªEx. 17,3-7; 2ªRm.5,1-2.5-8; Evg.Jn.4,5-42).

PARA LA REFLEXIÓN

  • ¿Cuálesson tus fuentes de satisfacción?
  • ¿Ahondasen el “pozo” de tu interior?
  • ¿Tedejas fecundar por el “DON”?
  • Parasaciar tus necesidades y deseos, ¿a qué fuentes acudes?
  • ¿Cómovives en la vida cotidiana “el culto en Espíritu y Verdad”?

Franciscus

El diálogo es muy importante para la propia madurez, porque en el confrontarse con la otra persona, con las otras culturas, también en la confrontación sana con las otras religiones, uno crece y madura. Es cierto, existe un riesgo; que si en el diálogo uno se cierra y se molesta, se puede pelear y ese es el peligro. Y eso no está bien, porque nosotros dialogamos para encontrarnos, no para pelear

Discurso a un grupo de estudiantes y profesores del colegio japonés Seibu

Gauken Bunri Junior High School, de Tokyo. 21 agosto 2013.

 

 DOMINGO: LECTURAS (1ª 1Sam.16,1b.6-7.10,13ª;  Ef.5,8-14; Evg.Jn.9,1-41)

PARA LA REFLEXIÓN

  • Nuestrosojos, ¿descubren la vida cada día?
  • Nuestrosojos lúcidos, ¿miran con y desde el corazón?
  • Nuestrosojos ¿se acercan al Misterio de Dios y de los hermanos?
  • Nuestrosojos ¿irradian paz, amistad y presencia?

Franciscus

Cuantas veces nosotros, cuando nos encontramos ante tantos prófugos y refugiados,  sentimos  fastidio.  Es  una  tentación:  Todos  nosotros  tenemos  esto, ¿eh? Todos, también yo, todos. Es por esto que la Palabra de Dios nos enseña. La indiferencia y la hostilidad los hacen ciegos y sordos, impiden ver a  los hermanos y no permiten reconocer en ellos al Señor. () Y cuando esta indiferencia y hostilidad se hacen agresión y también insulto- “¡échenlos fuera, llévenlos a otra parte!

Catequesis sobre el pasaje del Ciego de Jericó. 15 junio 2016

 

5 DOMINGO: LECTURAS (1ª Ez.37,12-14; 2ªRm.8,8-11; Evg.Jn.11,1-45)

PARA LA REFLEXIÓN

  • ¿Dóndedescubrimos hoy la vida?
  • CuandoJesús nos dice “sal fuera”, ¿de dónde has de salir?
  • ¿Caminamosesperanzados, con Jesús, hacia el sepulcro?
  • ¿Aprendemoscada día a resucitar?, ¿Cómo, en qué realidades personales?

Franciscus

Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo.

 

CUARESMA DE FRANCISCO

https://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/lent/documents/20230125- messaggio-quaresima.html

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